miércoles, 20 de enero de 2016

El silencio es miedo Nº6

Ya tenemos aquí el nuevo número de nuestra revista. Hemos necesitado casi un año para asentarnos y conseguir que las cosas funcionaran un poco bien, pero creo que todo el trabajo aportado y realizado para esta edición resume perfectamente qué queremos ser, y hacia dónde vamos. Gracias a todos los que habéis participado en este número, y en todos los anteriores, y en los que vendrán... ya que el trabajo que hoy podemos presentaros es también fruto del camino recorrido, y de las metas por alcanzar. Espero que os guste.

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viernes, 15 de enero de 2016

GUTIÉRREZ-SOLANA: PROVOCADOR DE REALIDADES

*Este texto pertenece a Ignacio Parras y forma parte de los números 5 y 6 de la revista, el motivo de que lo encontréis aquí es que podáis leerlo íntegro en un mismo lugar.


(Madrid, 28 de febrero de 1886- 24 de junio 1945).

Dos fechas, que colocadas así, sobre un fondo blanco e hiriente apenas dicen nada o todo lo contrario, porque el blanco es un color de herida transversal limpia, la redondez de una vida ya tasada por fechas. Un proceso gestante que acaba por difuminar ese cúmulo de materia que nos circunda, que nos deshace, materia que no es otra cosa que tiempo derruido, tiempo alabeado que desemboca en la nada, en el itinerario fraudulento que son las biografías.
El blanco, que Gutiérrez-Solana atemperaba en sus cuadros, es un blanco entreverado y silencioso, reflejo que queda adherido al espacio profundo del negro, que es el color premonitorio y descriptivo, unánime y popular, un humor soterrado en la cotidianidad.
Hay un blanco en Gutiérrez-Solana, que parece mirarnos desde el más allá, quizás ya de vuelta de todo, con un pronóstico lesivo del que recorre la vida ya sin cálculo ni medida, un blanco troquelado por el barniz grisáceo y oscuro de los objetos dormidos, que nos miran con esa sutil aseveración que dejan las cosas alejadas, las cosas que quedan en la intempestiva socarronería en las que a veces se vuelve el olvido. Porque el olvido es un blanco maniatado, difuso y tendido, una herida transversal y limpia, un atardecer de óxidos y ocres, una mascarada de periferias y escasez, tan igual a nosotros, como todos los finales.
Y una ciudad, o varias a la vez, porque nunca es una, sino un estampado de bifurcaciones y precios, abierta al milagro, un agua fuerte de blanco higiénico y negro suburbial sobre el fondo comadrón y agrisado de los medios. Una ciudad, o varias a la vez, en aquel 1886 de Restauración, liberalismo y pucherazo, de despeinada geometría callejera, encarecida de provinciales chamarileros con caries, palaciega, salaz y bautismal. Una ciudad ya asolanada en el extrarradio atemporal de todas las Españas.
Ya asolanada, cuando un 28 de febrero, domingo carnavalesco y día de San Macario, en un último y quinto piso del número 9 de la calle Conde de Aranda, calle transversal y paredaña a las copas del arbolado invernal del Retiro, nace Gutiérrez-Solana.
El carnaval ha sido un tema profuso en la obra pictórica y literaria de Gutiérrez-Solana. Metáfora intencionada de deformaciones y dejadez, costumbrismo áspero y a la vez festivo, una quietud del que se sabe ya sentenciado y en espera, porque la vida es
sobremesa descompensada para los que viven en ese reverso menos habitable, que es la
canallada social de intención administrativa.
Gutiérrez-Solana, que fue niño alejado de hambrunas y necesidades, pasó por ese trauma inesperado de los acontecimientos que rasgan de repente el acuartelamiento seguro de la familia, el refugio nacarado que nunca es la niñez. La vida, que es propensa a la sugestión, a la experiencia definitiva que ya no se aleja de nosotros, (quizás se aprende a convivir con uno mismo subrepticiamente, de forma aleatoria para disminuir
la afinidad con el miedo, acomodándose a un remanso más llevadero o viceversa), le llegó un buen día de carnestolendas, con el rebuzno mascarado de la agresión,  enmascarados agrediendo al niño Gutiérrez-Solana, con esa impronta que tienen los rebaños cuando se saben inmisericordes y triunfales, la cruenta inconsciencia del tonto y de los tontos. Otra vez el carnaval, mascarada de azares y espejos. Su hermana fallece en Navidad, muere un primo suyo asfixiado, parece como si la vida de repente empuñara su puñal de filo frío y sanguinolento y acabara de un tajo desconcertante con toda la benevolencia de la que carece.
Tiene esa costumbre el tiempo de seguir su incandescencia, su itinerario;  España había ya perdido su reducto colonial, a pesar, del optimismo adocenado de la prensa, un final de siglo paniguado, mordaz, ensombrecido, de economías superpuestas y de un analfabetismo extremado, cuando Gutiérrez-Solana entra en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Siempre le interesó más a Solana lo de fuera, los exteriores que salpican la pupila, el lado descompensado y huérfano de la calle, la turbulencia circundante y olorosa, el olor a naftalina y hambruna de la pasamanería, el olor bullicioso del rojo del matadero, la concupiscencia redonda y levítica de los traseros, el objeto austero y olvidado en la basura, el reverso de los amotinados en un silencio siempre abisal. La pátina que no se ve y llevamos superpuesta en el ejercicio diario de vivir.
En 1907 Corpus Barga, en un artículo del País, escribe sobre una exposición en la que participa Solana, en la calle Fuencarral, agudo y despierto, avisa a esas gentes que van con su montoncito de ideas bien construidas en la cabeza, del impacto desconcertante y sórdido de las pinturas. No está la pituitaria de estas ideas bien construidas, de estas personas del aireado montoncito, aún preparadas para mirarse ante tal espejo. Gutiérrez-Solana ha dedicado mucho de su pintura al temario religioso, a la estética foránea del rito, al latín vertebrado de ignorancias que suenan extrañas y dentadas, a la procesión mortuoria de culpabilidades y privaciones. Divinas palabras, divinas palabras. En la procesión de Toledo, cuadro de 1905, oleo sobre lienzo, un encapuchado nos mira desde su infinito ladeado, un infinito de promisión y trazo alucinatorio, un infinito que nos roza con penitencia acusatoria, antorchas que llamean la venialidad o una mortalidad prolongada de humos, que parecen despedir los capirotes, testigos silentes bajo la máscara inquisitorial y nazarena. Hay un rojo palisandro oscurecido que parece rozar levemente este entresijo de calle y remisión, que parece aletargado y cómplice con la sempiterna hondura trágica y culpable de España.
No sabemos, si Gutiérrez-Solana, cuando volvía de los vahos del café intelectual y vanguardista, de sus itinerarios callejeros, espectador silencioso y de apariencia distraída, (nada de lo que le interesaba distraía a Solana), y regresaba al habitáculo del hogar o a las posadas de jaculatoria provinciana, en busca del descanso y del reverso de la imagen ya sedimentada en el lienzo venidero o en su prosa pictórica, no sabemos, si en esa hora de soledad, Dios era para él, un artilugio deficitario, una controversia plana y distante, un álgebra de humor que se ríe compulsivamente de nosotros o el amor abstracto que inunda soporíferamente el anhelo de vivir. Escéptico, expresionista, oscuro, loco y rijoso, quizás no le importó el tema y sí su reverso cotidiano, su ritual controvertido y adocenado. La realidad era la calle dijo, la vida era la calle, salir al encuentro, cómplice y descarnado y siempre sincero, sincero con uno mismo. El reverso de la imagen ya sedimentada, piensa mientras fuma escuchando la noche y el frío disparatado y cortante de Madrid.
Recorre Solana la geografía del  páramo castellano, la distancia insondable que hay entre la ciudad y los pueblos de caliza y pedregal, con sus campanarios de iglesia hechos de piedra medieval, apostólica y gris. Descansa y bebe el vino fuerte y desproporcionado de las ventas que antaño soñó el quijote, las ventas del sayo de estraza y la hambruna, que dieron cobijo a la picaresca, ventas sombrías con sus habitáculos de cal y moho, donde santa Teresa licuaba ardores y excesos místicos. Penetra en la circunferencia sórdida y tremenda de las miradas catatónicas del pueblo, con sus carteles de crímenes,  cuadro de un amarillo entrevisto e inquietante, el amarillo atenazado al perfil oscuro y duro de los personajes, bruma amarillenta de locuras y ensoñaciones. Fija en la tela un cromatismo festivo en constante mimetismo procesional, hay una extraña conexión entre el divertimento y la resignación cristiana, una honda simetría de colores,  densos tenebrismos y perfiles entumecidos, hieráticos y en suspenso, superpuestos a la mansedumbre de la costumbre mortuoria. El antiguo testamento castellano, siempre obsedante y arrodillado, siempre con su catarsis de milagrerías  capicúas.
Existe una foto de 1909, imagen donde aparece Gutiérrez-Solana como banderillero en la cuadrilla el Bombé, novillero de Montilla. Solana conoce de primera mano en su juventud esa tauromaquia de cornamenta prehistórica, y alistado a la cuadrilla, recorre los ruedos de extraña redondez de las aldeas y los pueblos. Un público amotinado de sedes rojas. Y como nada de lo que le interesaba distraía a Solana, toma buena nota. En su anecdotario describe ese instante bestial y tremebundo, donde un mendigo, por treinta reales, hizo de caballo de picador. Somos una hipotenusa lastrada y malintencionada. Una caricatura degradada, una armonía de dejadez bestial y desorbitada; y eso Solana lo sabe desde el principio. Por eso nos muestra en sus pinturas, ese instante de visión acerada, ese distanciamiento que nos enmascara y que acaba delatándonos siempre. Solana nos desordena con su filtro expresionista y silencioso, provoca una realidad paralizante hecha por el hombre. No hay culpables, sólo una procesión de victimarios, ante esa broma pesada que es la vida y que llegan a ser algunos hombres. Las Españas de extraña redondez, un público amotinado de sedes rojas. Pinta Solana al torero Lechuga con su cuadrilla, hay dignidad  en el rostro del matador, sobriedad,  una amalgama de experiencia y dolor, carestía derramada entre la sombra y la luz que recorren la cara. Restos de tarde como brasa aún rojiza, parpadeante y solemne, desprenden estos hombres que buscan el sustento con la torería, la inclemente y ardua torería de la carestía.
En ese mundo solanesco de realidad y victimarios, Solana, con esa capacidad escrutadora de amasar  realidades, provocador y aséptico, pinta con maestría el mundo del arrabal y de la golfemia madrileña, el salón burgués del clientelismo sacro, el apóstrofe privativo de las que se desvisten o visten para el clientelismo puteril.  Las chicas de la Claudia, cupletistas, peinadoras de cabezas y de caretas con pelo del insomnio que nos delata. Chozas de las Alhóndigas, remansos de gentes sobrantes,  familias que acuden al reparto del pan en la Tenencia de la Alcaldía y ya están plasmadas en el relieve oscuro de toda su gama de betunes ásperos y recriminatorios, los golfos de Porta Coeli, en el barrio de Chamberí, que no aparecen y también son victimarios silenciosos de todas las litografías. Chulos y chulas punzantes de perfil cadavérico, superpuestos a un fondo completamente negro, metáfora de los que dilatan impunemente el resabido estertor del tiempo, de los que se saben ya apéndice de la vida, esa delgadez de enfermedad y excesos, esa tonalidad manchada de un verde oscurecido de fiebres y resentimiento. La cupletista que se maquilla y mira en el fondo del pequeño espejo de mano, el residuo que queda del pasado, una conjugación de rebelo y rabia, mientras se extiende el colorete,  que es una cosmética de lasitudes y esperanza. Su compañera, que aparece a su lado, de pie, en ese instante del desnudo, donde florece una elipse de curvas y apetencias, antes de la caída del blanco, que ya dijimos que era herida transversal y limpia, inadvertida. Dos mujeres en la nervadura silenciosa de la tinta china.
Cotidianidades que Solana pinta a expensas de vanguardias y academicistas. Solana es un vértigo independiente, quizás aislado, de densidades incomodas, más reconocido fuera que dentro, que es cosa de trasunto familiar en la redondez de España. Hay en él, el exceso descarnado de un Valdés Leal, tiempo fugitivo de desengaños, el alargamiento ascético y transcendental de las llamas intactas del Greco, la bocanada sórdida y desproporcionada de la locura humana, de la locura ibérica de Goya. Solana, catalizador del reverso incómodo de las heridas supurantes, costumbrista y retratista, pintor de puertos pesqueros y pescadores que regresan de un mar de verdes y cenizas cántabras. Gómez de la Serna le elige, para desmentir la voladura mortal del tiempo, a pesar de que
todos ya se saben amortizados, para pintar a los contertulios del café  Pombo, en la calle Carretas. Y allí aparecen, multiplicados y sobrios, una intelectualidad en busca de estéticas y metáforas, con su jefe de ceremonias, Ramón Gómez de la Serna, gordura poliédrica de vanguardias, greguerías y acertadas biografías.
Hay un Gutiérrez-Solana literario, académico los meses de verano y firme opositor cuando llegan las encrucijadas del frío, o quizás era al revés y mintió denodadamente a Pio Baroja en París. En el prólogo del libro La España negra, en la que ejerce de develado moribundo, arremete contra los idiotas mal intencionados de la academia. Cela afirmaba que la literatura de Solana era academicista, pero parece más una escusa para afirmar que nos encontramos ante un escritor clásico, un escritor de pincelada gruesa,  una sintaxis policromada  de olores y tamizada  cotidianidad. Un clasicismo sobrero y barroco. Parece como si su literatura fuera un preámbulo intencionado donde argumentar su pintura. Compagina en ambas artes una simetría de temas y personajes, un distanciamiento que acaba siempre desembocando en el marasmo de la realidad. Objetividad descarnada, sin deambular por la pirotecnia vanguardista de los ismos madrileños. Los libros de Solana son de un costumbrismo desnudo, nada de remiendos para adocenar los sentidos, un costumbrismo que nos deja maniatados y deambulando por lo alucinatorio que tiene la realidad, el trasfondo oblicuo de una sociedad que ejerce esa piedad menesterosa de los que buscan un artificio a la hambruna. Un costumbrismo de liturgias y vicios, de objetos que nos trascienden, que se ríen de nosotros desde la metáfora cruenta que es su quietud. Hoy a mí y mañana a ti, nos dice su personaje Florencio Cornejo desde su espejismo de tiempo e ignorancias.
Su libro Escenas y Costumbres, trasunto madrileño donde Solana recorre esa otra equidistancia contradictoria que es la ciudad, con todo lo que tiene de popular, festiva y mísera. Libro que guarda muchas similitudes con su Madrid, callejero. Todo un friso de personajes, ritos y geografías municipales.
No busca Solana juzgar lo que arremete contra su pupila, no es escritor que use del simbolismo, no hay trastienda para sus adjetivos, ni tampoco parapeto que sirva de excusa para endulzar el verbo. Muestra lo que ve, lo que le interesa, su verdad. Y en esa verdad entra la Cofradía del Consuelo, con sus casullas amortizadas al resignado gris, cofrades que acompañan en su último estertor a la mendicidad madrileña,  criadas que los domingos acuden al baile de Tetuán, el ciego Fidel con su ojo de huevo mirando al techo mientras evoca aquel tiempo galán de profundidades femeninas. El Rastro,  con su armisticio de objetos que regresan de algún espejismo, un salitre de amarillos, azules y rojos, que armonizan toda la pobretería que está en venta. Rivera de Curtidores, consistorio de golfos colilleros,  avispada trapería y el recuelo alcoholizado de la pasamanería. Las Chozas de la Alhóndiga, partitura arrabalera en la semicorchea olvidada del Manzanares, el Bazar de las Américas, el mercado de la Cebada con su intrahistoria de comestibles y sus ajusticiados que deambulan su miedo ante un murmullo rojo de cresta de gallo.
Le gusta a Solana desaparecer de la ciudad, recorrer el páramo castellano, esas geografías develadas entre las sombras y la luz, el poso taciturno de la piedra que aún es revestimiento medieval. De todas estas experiencias surge un libro, La España Negra, epistolario costumbrista que muestra el rito oscuro y ambivalente  que es España. Un conglomerado procesional de hambrunas y faltas de higiene, el penal de Santoña, con sus presidiarios amarillentos de ictericia, sus locos alucinados en la herrumbre de la humedad. Las mancebías de Zamora, con su bajo relieve de portal oscuro y enfermedad, las solitarias del gobernador de Ávila, del obispo, incluso la del canónigo Pedro Carrasco que además estaba gorda de tan alimentada y casi se sale del frasco del boticario. Las infinitas procesiones que recorren los pueblos, con sus cristos crucificados y sus vírgenes alucinadas, la mansedumbre de un pueblo sacudido de letanías y sermones y las malas intenciones de los cristobitos.
La muerte, con todo lo que tiene de rito, de incomprensible dolor y a la vez de comicidad, tema que Solana utiliza en su literatura y en su pintura. Porque para Solana esta es la verdad descarnada, la verdad última, la que nos invalida para no ejercer otra cosa que la estupidez, el egoísmo, la hipocresía, por eso toma distancia, parece como si en sus pinturas y en su literatura el autor tomara distancia intencionadamente, viviese el tema mortuorio de forma paralela y escondiese una ironía soterrada, quizás le sirviera para parapetarse ante lo inevitable, o para reírse de nosotros, con esa carcajada oscura y silenciosa, naufraga de alcoholes y tabaco,  y eso lo sabe Solana desde el principio como buen loco que era.

Me le imagino como ese personaje de Valle-Inclán, don Estrafalario, que hablando de estéticas afirmaba que hay que ver este mundo desde la perspectiva de la otra ribera, y cuando a su pariente le preguntó el cacique, qué deseaba ser, contestó : Yo, difunto.

sábado, 2 de enero de 2016

Portada Número 6: ¡Participa!

Mario Gredilla nos ha preparado ya la portada para el 6º número de la revista, y en esta ocasión me gustaría que fuerais vosotros mismos los encargados de poner el texto a la ilustración. Por ello os dejo aquí la imagen sin montar, y espero que os animáis a enviarme vuestras frases a través de cualquiera de los medios por los que habitualmente contactáis conmigo, o comentando aquí mismo. Ya sabéis que deben ser frases no muy largas, originales, y que guarden relación con el dibujo y a ser posible también con el editorial; todo lo demás queda a vuestra elección. Disfrutad de la ilustración, espero que os sugiera muchas cosas.