viernes, 6 de enero de 2017

No hay colores para todos (corregido)

Seis hombres se encontraban reunidos en una amplia sala pintada del verde más cálido, casi blanco, gracias al efecto de la luz que se introducía por los enormes ventanales. El lugar reunía todas las condiciones que la ciencia aconseja para favorecer una buena disposición de ánimo, circunstancia que oprimía especialmente el corazón de uno de los hombres sentados en la estancia.

“Todos los problemas del mundo pueden solucionarse con el color apropiado, ¡por qué no se le habrá ocurrido antes al ser humano! -Pensaba Héctor, mientras jugueteaba con el pañuelo que cubría la gran cicatriz de su cuello- Como estamos desconsolados, nos meten en una gran sala del color de la esperanza, ¡y todo solucionado! Han convertido un almacén de parias en una sala de rehabilitación, ¡qué fácil! ¿Pero por qué parar ahí? Pintemos las casas de los solitarios del color del amor, las cárceles con el del arrepentimiento, los congresos que sean color honestidad… ¡Pintemos toda África del color de la comida! ¡Y ventanas, grandes ventanas por todas partes! ¡Qué no falten las putas ventanas!”

La frustración que siempre acompaña a quien se ve obligado a hacer algo que detesta dominaba por completo el débil alma de Héctor, cuyas heridas se extendían hasta lo más profundo de su mirada, haciendo inútil el pañuelo. Todo le resultaba irritante: La enorme sala verde, el círculo de sillas que parecía sacado de un drama americano de segunda categoría, la suficiencia que percibía en la mirada del psicólogo… Pero por encima de todo aquello, lo que realmente se le hacía insoportable era la voz de sus compañeros de terapia: Esas vocecillas lastimeras, que alternaban dolor e ilusión como quien mezcla whisky con cola. Los despreciaba a todos y cada uno de ellos, no había un solo átomo de su cuerpo que no sintiera repulsión hacia el más insignificante de los patéticos gestos que repetían una y otra vez, acompañados siempre de las mismas expresiones, tan repetidas como carentes de contenido. Y de entre todos ellos, al que más despreciaba era a sí mismo: por débil, por cobarde, por idiota… por existir.

Llevaba ya más de una hora en la sesión a la que una resolución judicial le había obligado a acudir, bajo firme amenaza de ingreso en un psiquiátrico, “por su propio bien” había dicho el juez de proximidad, con fingido tono paternal. Desde el primer minuto había dedicado sus escasas fuerzas a revolcarse entre el odio que inundaba todo su ser, odio del que reconocía ser el único objetivo, pero que anestesiaba reflejándolo sobre todo aquello que le rodeaba. Por primera vez en toda la tarde, el silencio dominó la sala, e instintivamente, Héctor alzó la cabeza para encontrar todas las miradas puestas en él.

-¿Qué ocurre? -dijo, poniéndose recto sobre su silla, en actitud desconfiada.
           
 -Es tu turno -El psicólogo hablaba de forma pausada y serena, como quien se dirige a un niño. -Por ser tu primer día, te hemos dejado para el final; pero ahora debes contarnos por qué estás aquí, para que todos conozcamos tu historia.


            -¿En serio? -dijo Héctor, levantándose de su asiento. Miró a todos con una sonrisa a medio camino entre el sarcasmo y el odio, y continuó hablando mientras se marchaba de la sala.- Llegáis tarde. Si estoy aquí, es precisamente porque a nadie le importó nunca mi historia.


2 comentarios:

  1. Este está preparado para el taller, ¿eh? jajaja esta jodidamente genial. ME ENCANTA

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  2. Jajajajaja, me alegro de que te haya gustado!!! Gracias!!!

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