Informe
Voy a contarte un secreto, pero
antes permíteme que te hable un poco de mí: me llamo Bernardo, la gente que me
quiere me llama Berni, y los que me odian, Nardo. Tengo 32 años, estudié
Ingeniería Química, pero trabajo como vendedor de seguros en una aseguradora
local, "La virgen de los desamparados" se llama, y soy el comercial
perfecto porque odio a la gente, la detesto. A ti también.
¿Y cuál es el secreto del que te hablaba? Pues he
comprobado, he podido confirmar que alguien está cambiando a las personas por
otras cosas, otros seres. Te explico lo que ha pasado.
Para mí era una mañana normal, otro martes de noviembre.
Hacía frío, pero me gusta el frío porque a la gente se le pone la nariz roja
como lo que son, unos payasos. Yo tenía una cita en un bloque de viviendas de
las afueras, uno de esos edificios de ladrillo de los años sesenta, un cubil de
obreros. Es el mejor sitio para vender seguros. Hay quien piensa que se vende
mejor en los barrios ricos, pero se equivoca, porque los ricos tienen gestores;
a los ricos no puedes engañarles tú, les engaña el gestor. Además, en los
barrios ricos la gente vive dispersa, una calle puede tener solo 10 puertas,
mientras que los obreros viven hacinados, 20 o 30 puertas por bloque, 10
bloques por calle, y está todo lleno de ancianos, capaces de comprarte un
seguro solo para que estés un rato hablando con ellos. Me gusta concertar citas
en bloques de barrios obreros porque, aunque salga mal, el nombre de un vecino
es una llave maestra que abre todas las puertas del bloque: «Buenos días, vengo
de casa de Ramiro, el del segundo, estamos ofreciendo un seguro de hogar
adaptado a estas viviendas…» y ya no eres tú el que vende, sino Ramiro, aunque
te haya sacado de su casa a patadas. Hay que seguir algunas normas, claro, para
aprovechar el tiempo; por ejemplo, si la puerta no tiene felpudo no me molesto
en llamar, a alguien sin felpudo ni le preocupa la casa ni tiene dinero, lo que
hay que buscar es un felpudo bonito, con mucho pelo, mullidito, lo que en el
argot llamamos «un felpudo de señora». Una vez he localizado el felpudo
correcto, llamo a la puerta y ahí me encuentro con tres posibles situaciones:
si me abre alguien con mala cara, me voy rápido, no va a comprar; si abre una
anciana sonriendo, miro el reloj, sé que la venta me va a costar casi una hora,
entre que me invite a café y me cuente su vida; pero si escucho ruido en la
puerta y no abre… ¡Bingo! Ya solo tengo que insistir, mientras la señora se
desespera al otro lado de la puerta. Suelen ser señoras que no saben decir que
no, y que ya alguna vez alguien las ha engañado y sus hijos les han echado la
bronca, les han hecho sentirse inútiles, idiotas. Son las mejores. Yo no me
voy, sigo llamando y sonriendo a la mirilla, que se incomode, que sienta
vergüenza, que sepa que sé que está ahí, y entonces llega el momento en el que
me abren la puerta y se disculpan con que estaban en el baño o que no oían con
la tele. Vendo en menos de cinco minutos, ellas solo quieren que me vaya, ni
siquiera me ven del todo, solo están pensando en cómo se excusarán ante sus
hijos para que no las hagan sentir tontas, en qué han hecho mal y cómo podrían
evitarlo la próxima vez, en que me vaya, que se vaya ese hombre que ha llegado
a por su dinero, a por su tranquilidad y a por el respeto de sus hijos. Y yo me
voy, en cuanto he conseguido mi venta.
En fin, como decía, era un martes cualquiera, yo tenía una
cita para entregar las últimas voluntades del cliente de un seguro de decesos.
Estos son muy buenos, acaban de enterrar a un padre o a un hermano, y tienes
una excusa para ir a venderles cosas: «Te traigo las últimas voluntades de
Pepito, te acompaño en el sentimiento; por cierto, he visto que el bloque tiene
el seguro de comunidad con nosotros, pero tú tienes el de vivienda con otra
empresa, si lo cambias te ahorraras un montón de problemas». Y lo cambian, vaya
si lo cambian, acaban de enterrar a un familiar y les ofreces una vida más
fácil por 240 euros de nada. Claro que lo cambian. En la oficina nos peleamos
por llevar últimas voluntades, ves a un compañero que se dirige a la calle
sonriendo y le preguntas, te sale solo: «¿Llevas un muerto?» y él abre mucho
los ojos, «Una viuda» responde, y sabes que es como llevar una comisión, como
si en la carpeta llevara ya una comisión.
Pero bueno, pues eso, un martes cualquiera. Voy a entregar
las últimas voluntades y resulta que me abre el muerto. Yo no lo sabía, al
principio, de hecho, me asusté más por no saberlo, porque yo iba a ver a una
viuda y me abrió la puerta un hombre mayor, uno de estos que te echan sin
miramientos, «el hermano» pensé, y me dio mucha pena porque la única barrera
entre una viuda y una venta es un familiar tocapelotas. Nos pusimos a hablar,
pregunté por el asegurado, le di el pésame, y me dijo que era él, que no se
había muerto nadie, y me echó. Volví a la oficina contrariado, joder, es que la
gente ya ni morirse, y al comentarlo con un compañero de trabajo me cuenta que
a él le ha pasado lo mismo. Nos pasamos así una semana entera, con muertos
dándonos con la puerta en las narices.
Yo me puse a investigar, no ya por estas oportunidades
perdidas, que al final, oye, si el muerto está vivo, pues te vas a la puerta de
al lado a buscar a una señora y sales con la venta igual. Pero me preocupaba el
largo plazo, porque llevaba una semana sin morirse nadie, y si no se muere
nadie a ver cómo vendo yo los seguros de vida y los de decesos. Me fui al
tanatorio y me colé en un velatorio, es una de las ventajas de trabajar en
traje, que nadie te pregunta, vayas donde vayas la gente piensa «será un amigo
de alguien, si hasta ha venido en traje» y no te preguntan, es casi cómo ir
vestido de policía, que eso lo hacía un compañero mío, iba a todas partes
vestido de policía porque nadie le pregunta a un policía qué hace ahí, ni
intenta echar a un policía. Le acabaron denunciando, pero con lo que vendió le
salió a cuenta. El caso es que en el tanatorio había muertos, y gente llorando
y eso, todo muy normal, pero yo me di cuenta de que los trabajadores del
tanatorio estaban curioseando, iban mirando por las salas y hablaban entre
ellos, hasta que uno, que miraba por una ventanita, avisó al resto: «Mirad,
mirad, ¡otro que se levanta!». Yo fui a mirar también por la ventanita y pude
ver cómo se levantaba el muerto, y la alegría de los familiares que recuperaban
a su ser querido, sin pararse a pensar ni por un momento que a algún comercial
le estaban jodiendo la mañana.
Estuve un buen rato hablando con los trabajadores del
tanatorio, me dijeron que se estaban levantando todos los muertos, que antes o
después, se levantaban todos como si nada. Yo les dije que había venido a
comprobarlo, que me mandaban de la aseguradora para confirmarlo y que todos
eran clientes de nuestro seguro de salud. Les vendí el seguro a todos los
trabajadores; desde luego, no iba yo a perder la mañana investigando.
Al salir del tanatorio sabía que ocurría algo, pero no sabía
el qué. Decidí llamar a Fernando. Fernando es un policía que nos informa cuando
hay accidentes o robos, si son de un no asegurado aprovechamos para que se
cambie a nuestra empresa en cuanto hable con su seguro y le digan que no le
pagan, y si son de un asegurado le pedimos a Fernando que nos dé los detalles
con los que argumentar los motivos para no pagar. Es un chaval de treinta y
pocos años, con alopecia prematura, al que en la oficina nos referimos como «el
agente cero cero pelo». Me dijo que en comisaría estaban desconcertados, pero
muy contentos, porque las investigaciones sobre muertes duraban apenas unas
horas, lo que tardaba el muerto en reincorporarse a la vida. También me contó
que los médicos que certifican las defunciones estaban planeando una huelga, y
que los jueces ya no iban a hacer los levantamientos de los cadáveres, que
ordenaban esperar a que se levantaran solos. Lo único que deduje de sus
palabras es que ni sabían lo que pasaba, ni lo iban a investigar porque, en
general, les venía bastante bien.
Desesperado, me dirigí al último lugar en el que una persona
sensata buscaría la verdad: a la redacción del periódico. Allí suelen
recibirnos muy bien porque la empresa se deja una pasta en publicidad y tienen
una relación muy cordial con la oficina; a veces, nos llaman para contarnos que
un ciudadano se ha presentado por allí, muy indignado, diciendo que los del
seguro esto y lo otro, que «la gente tiene que saber estas cosas», y que le han
seguido la corriente, le han entrevistado y le han dicho que espere unos días,
que esto mejor lo envían a Madrid para que salga en un periódico de tirada
nacional. Son muy divertidos.
La redacción estaba patas arriba, se les notaba muy
nerviosos, y no era para menos, ya que en la ciudad era mucha gente la que
sabía lo que estaba pasando, y ellos aún no habían informado de nada. Hablé con
un tipo que estaba sentado en la mesa, uno cuya cara me sonaba de haber estado
en alguna de las cenas de empresa, y me contó que estaban preocupadísimos
porque no tenían una opinión clara, no sabían seguro si a la gente esto de no
morirse le iba a parecer bien o le iba a dar miedo, y por eso no sabían tampoco
si decir que era gracias al alcalde o culpar de ello a la oposición, o a alguna
amenaza externa. Salí de allí tal y como había entrado, pero sin hambre, eso
sí, porque me dieron un bollo, en el periódico son mucho de darte un bollo bien
dulce si te ven como hambriento, como a punto de quejarte porque tienes hambre.
Estaba ya lleno de angustia, no se me ocurría cómo
desentrañar este misterio y, tras darle vueltas durante horas, llegué a una
conclusión inevitable: necesitaba un muerto. Me dirigí al hospital y busqué a
uno de nuestros médicos, uno de los que tenemos en nómina para que nos hagan
informes favorables en los casos de disputa por prestaciones de los seguros de
salud. Los cabrones son caros, no veas los médicos que aires tienen, lo que
cobran, pero más caro es pagar una póliza, claro. Al primero al que localicé
fue a Antonio, un cardiólogo, y le comenté todo el asunto. Me dijo que él no
sabía nada, que cuando salía de allí algún muerto ya no sabía más de él, pero
le vi muy interesado, y en un momento concreto me preguntó si los muertos
seguían enfermando. Yo no lo sabía, pero le dije que sí, por deformación
profesional, a mí me preguntan algo y yo respondo lo que quieren oír, si es
mentira, miento, y si no lo sé, me lo invento. El cabrón se frotaba las manos
pensando en lo que iba a ganar medicando a enfermos crónicos que no se morían,
el negocio del siglo. Estaba tan contento que no me costó sacarle la
información que necesitaba, le pedí que me dijera la habitación de alguien que
estuviera solo y a punto de morir, un moribundo sin familia, y le dije que me
iba a meter en la habitación y que, por favor, no nos molestara nadie.
No pasaron ni diez minutos y ya estaba yo ahí, encerrado con
el moribundo. Me llevé algo de comida por si se alargaba la cosa, pero antes de
medianoche el tipo hizo unos ruiditos y se murió. Me quedé mirándole muy
atento, intentando ver qué pasaba, cómo es que de repente volvía a entrar la
vida en él, pero no pasaba nada, Horas y horas, y no pasaba nada. Me quedé
dormido hasta que me despertaron unos ruidos. Era el muerto, quitándose tubos.
Se levantó de la cama y se quedó mirándome, como si no se atreviera a
preguntar. No sé qué tipos de seres son, pero parece que llegan aquí un poco
confundidos… yo aproveché la situación y le dije que no podía salir, que me
habían mandado allí para quedarme con él porque estaban llamando mucho la
atención y me habían pedido que le retuviera un tiempo en la habitación. Él
asintió, pareció comprender. Estuvimos horas en silencio, hasta que empecé a
notarle un poco raro. De repente, vi cómo empezaba a temblarle el brazo, así
como te lo cuento, estaba sentado en la cama y le empezó a temblar el brazo, y
él se lo agarraba, como conteniéndose, pero el temblor era cada vez más fuerte,
más incontrolable, y ¡zas! Se levantó como un rayo, te lo juro, como un rayo,
con el brazo en alto y empezó a salirle agua del dedo índice y a llenar todo el
techo de goteras.
De verdad que me sabe fatal, a mi esto tampoco me gusta,
pero te he sido muy honesto, mira todo lo que te he contado… Lo siento
muchísimo, pero la póliza no cubre goteras ocasionadas por muertos vivientes, y
ahora están todos los muertos por ahí haciendo goteras, y el perito nos ha
confirmado que tu vecino es uno de ellos. Tendrás que hacerte cargo tú de la
reparación.
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