viernes, 11 de abril de 2025

Informe (Relato)

Informe

Voy a contarte un secreto, pero antes permíteme que te hable un poco de mí: me llamo Bernardo, la gente que me quiere me llama Berni, y los que me odian, Nardo. Tengo 32 años, estudié Ingeniería Química, pero trabajo como vendedor de seguros en una aseguradora local, "La virgen de los desamparados" se llama, y soy el comercial perfecto porque odio a la gente, la detesto. A ti también.

¿Y cuál es el secreto del que te hablaba? Pues he comprobado, he podido confirmar que alguien está cambiando a las personas por otras cosas, otros seres. Te explico lo que ha pasado.

Para mí era una mañana normal, otro martes de noviembre. Hacía frío, pero me gusta el frío porque a la gente se le pone la nariz roja como lo que son, unos payasos. Yo tenía una cita en un bloque de viviendas de las afueras, uno de esos edificios de ladrillo de los años sesenta, un cubil de obreros. Es el mejor sitio para vender seguros. Hay quien piensa que se vende mejor en los barrios ricos, pero se equivoca, porque los ricos tienen gestores; a los ricos no puedes engañarles tú, les engaña el gestor. Además, en los barrios ricos la gente vive dispersa, una calle puede tener solo 10 puertas, mientras que los obreros viven hacinados, 20 o 30 puertas por bloque, 10 bloques por calle, y está todo lleno de ancianos, capaces de comprarte un seguro solo para que estés un rato hablando con ellos. Me gusta concertar citas en bloques de barrios obreros porque, aunque salga mal, el nombre de un vecino es una llave maestra que abre todas las puertas del bloque: «Buenos días, vengo de casa de Ramiro, el del segundo, estamos ofreciendo un seguro de hogar adaptado a estas viviendas…» y ya no eres tú el que vende, sino Ramiro, aunque te haya sacado de su casa a patadas. Hay que seguir algunas normas, claro, para aprovechar el tiempo; por ejemplo, si la puerta no tiene felpudo no me molesto en llamar, a alguien sin felpudo ni le preocupa la casa ni tiene dinero, lo que hay que buscar es un felpudo bonito, con mucho pelo, mullidito, lo que en el argot llamamos «un felpudo de señora». Una vez he localizado el felpudo correcto, llamo a la puerta y ahí me encuentro con tres posibles situaciones: si me abre alguien con mala cara, me voy rápido, no va a comprar; si abre una anciana sonriendo, miro el reloj, sé que la venta me va a costar casi una hora, entre que me invite a café y me cuente su vida; pero si escucho ruido en la puerta y no abre… ¡Bingo! Ya solo tengo que insistir, mientras la señora se desespera al otro lado de la puerta. Suelen ser señoras que no saben decir que no, y que ya alguna vez alguien las ha engañado y sus hijos les han echado la bronca, les han hecho sentirse inútiles, idiotas. Son las mejores. Yo no me voy, sigo llamando y sonriendo a la mirilla, que se incomode, que sienta vergüenza, que sepa que sé que está ahí, y entonces llega el momento en el que me abren la puerta y se disculpan con que estaban en el baño o que no oían con la tele. Vendo en menos de cinco minutos, ellas solo quieren que me vaya, ni siquiera me ven del todo, solo están pensando en cómo se excusarán ante sus hijos para que no las hagan sentir tontas, en qué han hecho mal y cómo podrían evitarlo la próxima vez, en que me vaya, que se vaya ese hombre que ha llegado a por su dinero, a por su tranquilidad y a por el respeto de sus hijos. Y yo me voy, en cuanto he conseguido mi venta.

En fin, como decía, era un martes cualquiera, yo tenía una cita para entregar las últimas voluntades del cliente de un seguro de decesos. Estos son muy buenos, acaban de enterrar a un padre o a un hermano, y tienes una excusa para ir a venderles cosas: «Te traigo las últimas voluntades de Pepito, te acompaño en el sentimiento; por cierto, he visto que el bloque tiene el seguro de comunidad con nosotros, pero tú tienes el de vivienda con otra empresa, si lo cambias te ahorraras un montón de problemas». Y lo cambian, vaya si lo cambian, acaban de enterrar a un familiar y les ofreces una vida más fácil por 240 euros de nada. Claro que lo cambian. En la oficina nos peleamos por llevar últimas voluntades, ves a un compañero que se dirige a la calle sonriendo y le preguntas, te sale solo: «¿Llevas un muerto?» y él abre mucho los ojos, «Una viuda» responde, y sabes que es como llevar una comisión, como si en la carpeta llevara ya una comisión.

Pero bueno, pues eso, un martes cualquiera. Voy a entregar las últimas voluntades y resulta que me abre el muerto. Yo no lo sabía, al principio, de hecho, me asusté más por no saberlo, porque yo iba a ver a una viuda y me abrió la puerta un hombre mayor, uno de estos que te echan sin miramientos, «el hermano» pensé, y me dio mucha pena porque la única barrera entre una viuda y una venta es un familiar tocapelotas. Nos pusimos a hablar, pregunté por el asegurado, le di el pésame, y me dijo que era él, que no se había muerto nadie, y me echó. Volví a la oficina contrariado, joder, es que la gente ya ni morirse, y al comentarlo con un compañero de trabajo me cuenta que a él le ha pasado lo mismo. Nos pasamos así una semana entera, con muertos dándonos con la puerta en las narices.

Yo me puse a investigar, no ya por estas oportunidades perdidas, que al final, oye, si el muerto está vivo, pues te vas a la puerta de al lado a buscar a una señora y sales con la venta igual. Pero me preocupaba el largo plazo, porque llevaba una semana sin morirse nadie, y si no se muere nadie a ver cómo vendo yo los seguros de vida y los de decesos. Me fui al tanatorio y me colé en un velatorio, es una de las ventajas de trabajar en traje, que nadie te pregunta, vayas donde vayas la gente piensa «será un amigo de alguien, si hasta ha venido en traje» y no te preguntan, es casi cómo ir vestido de policía, que eso lo hacía un compañero mío, iba a todas partes vestido de policía porque nadie le pregunta a un policía qué hace ahí, ni intenta echar a un policía. Le acabaron denunciando, pero con lo que vendió le salió a cuenta. El caso es que en el tanatorio había muertos, y gente llorando y eso, todo muy normal, pero yo me di cuenta de que los trabajadores del tanatorio estaban curioseando, iban mirando por las salas y hablaban entre ellos, hasta que uno, que miraba por una ventanita, avisó al resto: «Mirad, mirad, ¡otro que se levanta!». Yo fui a mirar también por la ventanita y pude ver cómo se levantaba el muerto, y la alegría de los familiares que recuperaban a su ser querido, sin pararse a pensar ni por un momento que a algún comercial le estaban jodiendo la mañana.

Estuve un buen rato hablando con los trabajadores del tanatorio, me dijeron que se estaban levantando todos los muertos, que antes o después, se levantaban todos como si nada. Yo les dije que había venido a comprobarlo, que me mandaban de la aseguradora para confirmarlo y que todos eran clientes de nuestro seguro de salud. Les vendí el seguro a todos los trabajadores; desde luego, no iba yo a perder la mañana investigando.

Al salir del tanatorio sabía que ocurría algo, pero no sabía el qué. Decidí llamar a Fernando. Fernando es un policía que nos informa cuando hay accidentes o robos, si son de un no asegurado aprovechamos para que se cambie a nuestra empresa en cuanto hable con su seguro y le digan que no le pagan, y si son de un asegurado le pedimos a Fernando que nos dé los detalles con los que argumentar los motivos para no pagar. Es un chaval de treinta y pocos años, con alopecia prematura, al que en la oficina nos referimos como «el agente cero cero pelo». Me dijo que en comisaría estaban desconcertados, pero muy contentos, porque las investigaciones sobre muertes duraban apenas unas horas, lo que tardaba el muerto en reincorporarse a la vida. También me contó que los médicos que certifican las defunciones estaban planeando una huelga, y que los jueces ya no iban a hacer los levantamientos de los cadáveres, que ordenaban esperar a que se levantaran solos. Lo único que deduje de sus palabras es que ni sabían lo que pasaba, ni lo iban a investigar porque, en general, les venía bastante bien.

Desesperado, me dirigí al último lugar en el que una persona sensata buscaría la verdad: a la redacción del periódico. Allí suelen recibirnos muy bien porque la empresa se deja una pasta en publicidad y tienen una relación muy cordial con la oficina; a veces, nos llaman para contarnos que un ciudadano se ha presentado por allí, muy indignado, diciendo que los del seguro esto y lo otro, que «la gente tiene que saber estas cosas», y que le han seguido la corriente, le han entrevistado y le han dicho que espere unos días, que esto mejor lo envían a Madrid para que salga en un periódico de tirada nacional. Son muy divertidos.

La redacción estaba patas arriba, se les notaba muy nerviosos, y no era para menos, ya que en la ciudad era mucha gente la que sabía lo que estaba pasando, y ellos aún no habían informado de nada. Hablé con un tipo que estaba sentado en la mesa, uno cuya cara me sonaba de haber estado en alguna de las cenas de empresa, y me contó que estaban preocupadísimos porque no tenían una opinión clara, no sabían seguro si a la gente esto de no morirse le iba a parecer bien o le iba a dar miedo, y por eso no sabían tampoco si decir que era gracias al alcalde o culpar de ello a la oposición, o a alguna amenaza externa. Salí de allí tal y como había entrado, pero sin hambre, eso sí, porque me dieron un bollo, en el periódico son mucho de darte un bollo bien dulce si te ven como hambriento, como a punto de quejarte porque tienes hambre.

Estaba ya lleno de angustia, no se me ocurría cómo desentrañar este misterio y, tras darle vueltas durante horas, llegué a una conclusión inevitable: necesitaba un muerto. Me dirigí al hospital y busqué a uno de nuestros médicos, uno de los que tenemos en nómina para que nos hagan informes favorables en los casos de disputa por prestaciones de los seguros de salud. Los cabrones son caros, no veas los médicos que aires tienen, lo que cobran, pero más caro es pagar una póliza, claro. Al primero al que localicé fue a Antonio, un cardiólogo, y le comenté todo el asunto. Me dijo que él no sabía nada, que cuando salía de allí algún muerto ya no sabía más de él, pero le vi muy interesado, y en un momento concreto me preguntó si los muertos seguían enfermando. Yo no lo sabía, pero le dije que sí, por deformación profesional, a mí me preguntan algo y yo respondo lo que quieren oír, si es mentira, miento, y si no lo sé, me lo invento. El cabrón se frotaba las manos pensando en lo que iba a ganar medicando a enfermos crónicos que no se morían, el negocio del siglo. Estaba tan contento que no me costó sacarle la información que necesitaba, le pedí que me dijera la habitación de alguien que estuviera solo y a punto de morir, un moribundo sin familia, y le dije que me iba a meter en la habitación y que, por favor, no nos molestara nadie.

No pasaron ni diez minutos y ya estaba yo ahí, encerrado con el moribundo. Me llevé algo de comida por si se alargaba la cosa, pero antes de medianoche el tipo hizo unos ruiditos y se murió. Me quedé mirándole muy atento, intentando ver qué pasaba, cómo es que de repente volvía a entrar la vida en él, pero no pasaba nada, Horas y horas, y no pasaba nada. Me quedé dormido hasta que me despertaron unos ruidos. Era el muerto, quitándose tubos. Se levantó de la cama y se quedó mirándome, como si no se atreviera a preguntar. No sé qué tipos de seres son, pero parece que llegan aquí un poco confundidos… yo aproveché la situación y le dije que no podía salir, que me habían mandado allí para quedarme con él porque estaban llamando mucho la atención y me habían pedido que le retuviera un tiempo en la habitación. Él asintió, pareció comprender. Estuvimos horas en silencio, hasta que empecé a notarle un poco raro. De repente, vi cómo empezaba a temblarle el brazo, así como te lo cuento, estaba sentado en la cama y le empezó a temblar el brazo, y él se lo agarraba, como conteniéndose, pero el temblor era cada vez más fuerte, más incontrolable, y ¡zas! Se levantó como un rayo, te lo juro, como un rayo, con el brazo en alto y empezó a salirle agua del dedo índice y a llenar todo el techo de goteras.

De verdad que me sabe fatal, a mi esto tampoco me gusta, pero te he sido muy honesto, mira todo lo que te he contado… Lo siento muchísimo, pero la póliza no cubre goteras ocasionadas por muertos vivientes, y ahora están todos los muertos por ahí haciendo goteras, y el perito nos ha confirmado que tu vecino es uno de ellos. Tendrás que hacerte cargo tú de la reparación.

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