Me crie en la casa del portero de un bloque obrero en un barrio burgués, un pobre dentro de un pobre dentro de un pobre, sin ser mis padres porteros, solo rentistas. Se entraba desde la entreplanta, subía unas escaleritas de piedra y tenía ahí mi patio, que para los vecinos era su patio de luces, y luego una casa de una planta, humilde y limpia, de puerta con escalón en el que a mí me gustaba sentarme y que en un descuido me costó una uña de la mano izquierda.
Vivía en el quinto un vecino un año mayor que yo, y era
costumbre que se asomara a la ventana y si estaba yo en el patio me pegara un
grito para salir a jugar juntos. En aquella época nos gustaba ir a un parque
que estaba al otro extremo de la ciudad porque tenía una tirolina, y no había
en la ciudad ningún otro parque con tirolina, sí había uno a medio camino que
tenía un tobogán en espiral pero los toboganes metálicos son para el invierno.
Teníamos siete u ocho años y nos recorríamos la ciudad de punta a punta; igual
que hoy, había coches y mala gente y otros peligros, lo que no había era tanto
miedo.
Mi vecino y yo, que
querría decir amigo, pero me cuesta porque han pasado más de treinta años y no
sé ya ni el nombre de su esposa, salíamos siempre del portal hacia la izquierda
para saludar a la panadera, que a veces nos soltaba un bollo o una pasta, y
después subíamos la calle y pasábamos despacio junto al taller con ese olor
dulzón a neumático que nos duraba hasta la carretera. Cruzábamos la primera
avenida y había después unas callecitas peatonales con casas pequeñas y sé que
una de esas casas fue mi guardería, pero cuando paso ahora no sé la casa, la
calle sí, pero no sé la casa y me duele un poco no saber la casa. Tras las
calles había un parque enorme y en él una caseta de madera y piedra que era
biblioteca de verano y portería de invierno. En ella sacaba yo mis comics de
Mortadelo y Filemón, también otros, pero sobre todo los de Mortadelo y Filemón
y luego tenía un profesor en el colegio que decía que mi mala letra era por
leer tantos comics, perdóneme, profesor, por leer.
A veces nos encontrábamos con otros niños en el parque y se
terminaba el paseo, nos quedábamos allí jugando al balón en vuelo o al
escondite en ese parque inmenso o yendo hasta los árboles a ver qué hacían los
chicos mayores que se ocultaban en los bancos del extremo por el que no pasaba
nadie. Pero, normalmente, seguíamos porque habíamos pensado ya en la tirolina y
no puedes conformarte con un balón o un secreto cuando te han prometido el
viento. Dejando el parque atrás comenzábamos a andar junto a las vías, que el
parque quedaba un poco más a la izquierda, pero las recreativas un poco más a
la derecha y ya de chaval tenía yo los pies de aprovechar el viaje. Mi vecino
iba contando sus mentiras, era uno de esos niños, y yo era de los otros niños,
de los que escuchan mentiras. Había, pasado el parque, tres sitios por los que
cruzar las vías antes de llegar a las máquinas: dos puentes y un subterráneo.
De normal pasábamos por los puentes porque un puente es una carrera, a ver
quién llega antes a lo más alto, y después ese bajar de inercia que te hace
sentir ligero y veloz, pero a veces probábamos suerte con el subterráneo a ver
si justo pasaba un tren por encima y lo hacía vibrar todo como si estuviéramos
dentro de una lavadora.
Una vez al otro lado de las vías era como estar en una
ciudad distinta, y recuerdo mirar más al vallado que al horizonte. Las máquinas
estaban en una plaza blanca con uno de esos garajes con rampa, y uno cuando ve
una rampa mira al fondo y a la puerta y se pregunta qué habrá detrás, es la
magia de las rampas. Para mí sigue siendo un lugar misterioso porque no he
entrado nunca en esa cochera, y espero no entrar nunca porque se me va acabando
la magia. Los arcades estaban en la planta baja de un bloque de edificios, y no
se llamaban arcades, se llamaban «salas de máquinas» y así las voy a llamar.
Entrábamos a la sala y a la izquierda había un engendro que te daba cambio,
metías tu propina, la moneda de cien pesetas, y te daba cuatro monedas de
veinticinco para jugar en las máquinas; era una novedad, algo que habían puesto
los tenderos para tratar menos con los niños. Probábamos las máquinas nuevas,
las que no había en nuestro barrio, y la última moneda era para el pinball,
siempre para el pinball. Ahí la bola metálica siempre abría las puertas
correctas y pisaba las luces en el orden adecuado, se acumulaban los créditos,
3, 5, 8… y cuando me cansaba de jugar le vendía la partida a algún niño que
estuviera mirando, por cincuenta pesetas. Ese fue mi primer trabajo, jugar al
pinball para vender la partida y con los beneficios comprar gublins.
Las máquinas estaban muy bien, pero no eran una tirolina.
Salíamos de la sala y en el siguiente cruce, que ese sí era siempre un
subterráneo, volvíamos a nuestro lado de las vías y nos sentíamos como quien
aterriza en el aeropuerto a la vuelta de las vacaciones. El cruce estaba a la
altura de otro parque, un parque de sombras con árboles frondosos, un circuito
para bicis que esquivaba un arroyo y se doblaba sobre un puentecito, con
fuentes y jeringuillas. Cerca de los parques hay siempre un olor, así se ordena
la memoria, antes del primero había un taller y después del segundo estaba la
churrería que, como era por la tarde, olía a castañas y a fritura de patatas.
Luego una calle curva de las que te hacen preguntarte por qué hay calles
curvas, si sería más fácil hacer las calles rectas, pero me gustan las calles
curvas, y de ahí a la última avenida antes del parque de la tirolina. Edificios
nuevos y gente vieja, pero cuando eres niño todos son viejos. Al fondo la
gasolinera y una carretera interminable y a la derecha, por fin, la explanada
de tierra, tres columpios, una montaña de cuerdas rojas con huesos de metal que
llamábamos «la telaraña» y, por supuesto, nuestra tirolina.
Tenía unos treinta metros de lado a lado, la cuerda también
roja y el asiento negro, de plástico duro pero no tanto como para no estar
roto. Mi vecino y yo corríamos hasta ella y nos tirábamos diez o doce veces
cada uno, antes de volver a casa.
Años después, algunos historiadores locales excavaron aquel
parque porque descubrieron que bajo su tierra había una fosa común de la
guerra, y ahora no puedo recordar mi infancia sin pensar en la muerte.
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