Cuando el aceite comenzó a
burbujear, arrojé las patatas con cuidado. Me alejé para no salpicarme si
saltaba alguna gota, y sonreí.
—He aprendido —dije.
—Solo has tenido que quemarte tres o cuatro veces —replicó
ella, mordaz.
Puse a calentar una cazuela y saqué el roquefort del
frigorífico, era una cuña en envase individual. Demasiado cara, pero
innegociable. De la puerta cogí un pequeño brik de nata, 250 mililitros. Abrí
la nata con las tijeras y esperé sin saber muy bien qué decir, por lo que
retomé una conversación habitual.
—Me habría gustado tener unas cervezas, sí, cocinar mientras
charlamos y bebemos unas cervezas. Pero no te esperaba.
—No pasa nada —respondió ella—, debería haberlas traído yo,
que tú ya estás haciendo la comida.
—Ya, bueno, pero ¿quién no tiene unas cervezas? Debería
tener un pack ahí, en el frigorífico. Lo que pasa es que no suele venir nadie,
y no me gusta beber solo. La próxima vez habrá cerveza.
—La próxima vez te aviso antes de venir, y traigo yo la
bebida.
—Hecho —confirmé.
La cazuela ya estaba caliente, eché la nata líquida y removí
un poco, antes de ponerme a dar la vuelta a las patatas de la sartén. En
realidad, no las di la vuelta, nunca las doy exactamente la vuelta, más bien
las muevo de un lado a otro, intento que salten, que se den la vuelta solas.
Cuando la nata estuvo un poco caliente, introduje el queso para que se
deshiciera en ella y removí la mezcla sin descanso. «Mira cómo huele» dije, y
ella se acercó, puso la nariz sobre la cazuela y al girarse para sonreírme su
melena me rozó el brazo. Las patatas, que no se peguen las patatas, le di otro
meneo a las patatas, y de nuevo a la cazuela, a apretar los pedacitos de queso
que no se terminaban de disolver, siempre hay cachos que parece que tengan una
unión más fuerte que el resto, como si dentro de un queso hubiera amigos de
queso.
Coloqué papel de cocina sobre un plato y saqué las patatas
de la sartén, las puse ahí a secar, a quitar la mayor cantidad posible de
aceite. Removí una vez más la mezcla de la cazuela, aunque ya no hacía falta.
Cubrí las patatas por encima con el papel que asomaba a los lados y apreté,
estrujé las patatas para que escurrieran bien. Ella me miraba. Quité el papel y
lo tiré a la basura. Apagué el fuego de la cazuela y vertí la mezcla, que ya
era salsa de roquefort, sobre el plato con las patatas fritas. Comprobé que
también había apagado el de la sartén, a veces me despisto, pero sí, lo había
hecho. Cogí el plato y me fui al salón a comer. Allí el ordenador reproducía un
vídeo. Allí no necesitaba inventarme ninguna compañía ni repetir conversaciones
en mi cabeza para no sentirme solo. Aun así, de vez en cuando miraba a mi
derecha como si ella estuviera allí sentada, y creo que hasta le ofrecí una
patata.
La soledad es un reloj sin pilas, me gustaría deciros las
horas, pero el solitario no tiene horas, ni minutos, ni segundos… Tiene
momentos. Estuvo el momento de la comida, el de la siesta, un par de momentos
de nada, de hacer sin hacer, que son momentos que uno no sabe que está viviendo
y en los que no repara hasta que terminan y dan paso a otro momento distinto,
en este caso, el del paseo. Recuerdo perfectamente el paseo de aquella tarde
porque siempre ha sido uno de mis favoritos: bajé las escaleras y en el portal había
ya mucha gente hablando de mis ocurrencias, la gente se sonreía al verme porque
había dicho, sin duda, algo muy gracioso; poco después de estar en la calle
hablaba con alguien sobre el tema, no necesariamente un periodista o un
biógrafo, a menudo solo un amigo, quizás uno que no supiera que es mi amigo,
uno de esos amigos que aún no te conocen.
—¿Y cómo has llegado a ser tan divertido? —preguntó mi
amigo.
Así comenzaban las conversaciones, nada de saludos ni
charlas informales, porque a veces había que repetirlas y no podía estar
paseando todo el día.
—Pues no lo sé, la verdad, me sale solo.
Respondí, y no me convenció, así que reinicié la ensoñación,
mi amigo repitió la pregunta y yo di una respuesta mucho más contundente:
—Lo llevo dentro.
—Como la belleza —dijo mi amigo, muy ocurrente.
—¿Tú crees que la belleza está en el interior? —pregunté.
—Claro, la belleza está en el interior.
—Pues ya podías ponerte una ventana en la cara, feo.
Así hablamos los amigos. La gente se rio muchísimo y mi
amigo admitió la derrota negando con la cabeza mientras sonreía. Seguimos un
rato más lanzándonos pullas y las mías siempre eran mucho mejores; después, nos
pusimos más serios y arreglamos un par de problemas del mundo mientras la gente
que nos escuchaba asentía con solemnidad.
Durante el paseo se hizo de noche. Uno sale con el sol, está
entretenido siendo alguien y de repente un saludo te interrumpe, a menudo una
de esas personas del barrio a las que no conoces pero con las que te saludas
porque las ves mucho, aunque no sepas su nombre ni quién son, solo porque hay
un mutuo reconocimiento de rostros; y en el saludo miras con los ojos tristes,
con los de ver la verdad, y ves una farola y te das cuenta de que se ha hecho
de noche. Algo similar pasa al volver a casa, porque durante el paseo eras
alguien importante pero abres la puerta de casa y es imposible ignorar que no
te espera nadie, que estás tan solo como cuando saliste y que mañana también lo
estarás porque se te ha ido el día en soñar, ni siquiera sueños nuevos, sino
sueños que has soñado cientos de veces. La oscuridad de esa noche no la conocen
los poetas, no leí nunca un verso que reflejara esa sensación porque, sí, se
habrán escrito miles, pero los ha escrito gente que no le importa a nadie. Por
eso el auténtico solitario cierra la puerta de casa y va directamente a
encender el ordenador, o la televisión, o la radio, o a abrir un libro… antes
de cambiarse los zapatos, antes de beber agua, antes de ir al baño… busca una
voz que engañe al silencio, porque la soledad es solo eso, un tipo de silencio.
Fue justo entonces cuando ocurrió. Encendí el televisor como
un acto mecánico, y no es que me guste ver la tele, solo le concedo un par de
minutos, lo que tardo en arrancar el ordenador y conectarlo a la pantalla, pero
esos dos minutos fueron suficientes para arruinarme la vida. Ponían un
documental sobre cristianismo, uno de esos en los que tratan de desmontar el
mito analizando hechos históricos, y recuerdo haber pensado que algo así era
totalmente innecesario: ninguna religión monoteísta se sostiene, ¿cómo iba un
dios a elegir estar solo? No me creo ninguna religión que no tenga, al menos,
un par de dioses. Pocas horas después me rodeó la policía, lo recuerdo bien, cerca
de mi casa, en la puerta de un bar, diría que los vecinos me miraban con
lástima pero mentiría porque tenía la vista clavada en el suelo, solo puedo
hablaros del asfalto gris y negro, que siempre he entendido el gris, pero no me
explico el negro, no sé por qué el caprichoso granulado de las calles mal
asfaltadas se divide en gris y negro de forma aleatoria, y me inclino a pensar
que las partes negras son manchas de aceite, que se filtran en los poros del
asfalto gris normal y lo destacan de un negro profundo; sí, eso es la soledad,
una mancha de aceite.
Ahora estoy en la cárcel, un tipo como yo, que nunca le ha
hecho daño a nadie, condenado por uno de los peores crímenes que se podrían
imaginar. Ya sé que es un disparate, pero aquí estoy, rodeado de fríos
barrotes, y no es una metáfora, es un invierno. Mi intención es contaros cómo acabé
aquí, pero es difícil, porque llegados a este punto sé lo que recuerdo, pero no
lo que pasó; lo que quiero decir es que, tal vez, algunas cosas de las que
recuerdo sean ensoñaciones y no ocurrieron, pero uno ya no hace distinciones
entre lo real y lo imaginario porque duele. Veamos:
Alguien llamó a mi puerta mientras se encendía el ordenador
y el televisor listaba una serie de reliquias que se habían demostrado falsas.
«Un vendedor» pensé, porque al solitario solo le visitan vendedores y
repartidores, pero yo no había pedido nada. Hubo una época en que me visitaba
con insistencia un vecino, debido a que le había hecho una gotera en el baño,
pero cuando solucionamos el problema dejó de pasarse por mi casa. Abrí
dispuesto a comprar, la verdad, estaba de buen humor y me apetecía que alguien,
tal vez una mujer —ojalá una mujer— me preguntara mi nombre sonriendo, para
anotarlo en su formulario de venta y despedirse contenta, nada menos, alejarse
feliz tras pasar unos minutos con una sombra como yo. Pero era un hombre y no
vendía nada, dijo que venía a hablar sobre dios y yo supuse que me lo estaba
imaginando, que mi mente preparaba el escenario para un encuentro original y lo
abracé con gusto. No quisiera confundiros, no es que sufra de alucinaciones, más
bien es un talento, mi único talento, y es que he perfeccionado tanto mis ensoñaciones
que son indistinguibles de la realidad.
El hombre aceptó la invitación con la alegría de quien prevé
un rechazo, y le acompañé al salón.
—Justo estaba viendo un documental sobre el tema —comencé,
como de forma casual.
Ante mi sorpresa, el tipo ignoró mi comentario, abrió un
folleto y empezó a recitarme su perorata apoyando algunos de sus argumentos en
los párrafos impresos sobre aquel papel mustio de escaso gramaje, como si una
mentira hablada pudiera confirmarse con una mentira impresa. Reconozco que, por
primera vez, me sentí cohibido en mi propia ensoñación, y reconozco también que
esto es una gran mentira: no era la primera vez, aunque me duela admitirlo. El
solitario no es distinto al resto de personas, tiene días mejores y peores, y
en los días malos un sueño puede verse sacudido por interferencias, atisbos de
realidad que ensucian el momento, pensamientos intrusivos que destacan la
imposibilidad de lo que uno está viviendo y arruinan por completo la
experiencia; una de las tareas más difíciles del solitario es recuperar alguno
de estos sueños corruptos, volver a soñarlo sin que se rompa. Me disponía a
reiniciar la conversación, a levantarme y dirigirme a la puerta para recibir al
tipo de nuevo y soñarlo de una forma más agradable, cuando en medio de una
disertación sobre el mal me preguntó:
—¿Qué es para usted el diablo?
«Por fin» pensé, encarrilando mi fantasía de forma que
pudiera destacar, en esta ocasión, algunos conocimientos literarios.
—Diría que la percepción del diablo no es una cuestión
personal, sino social, que depende del contexto histórico —respondí con una
sonrisa de suficiencia—. Tenemos al diablo monstruoso e informe que nos
describió Dante en tiempos de totalitarismo religioso; al diablo rebelde y
trágico de Milton que ya cuestionaba algunos preceptos del cristianismo; al
tramposo diablo de Goethe, un trilero, un vendedor de seguros, cuando ya se
culpaba del mal al hombre; y, por último, considero que el diablo de nuestra época
es más bien el de Bulgákov, una especie de bufón malvado.
—¿Como el «Joker»? —preguntó, con curiosidad.
—Sí, bueno, es una referencia válida, aunque no me refería…
—Pues se equivoca usted, hombre.
—¿Cómo?
—El diablo está en usted, y dios también.
El hombre se levantó como si con eso estuviera ya todo
dicho, y se fue. Me quedé un poco aturdido, no por su respuesta, que me daba
igual, sino porque no me dio la posibilidad de seguir debatiendo hasta tener
razón. Sonó la puerta al cerrarse y me vi de nuevo, solo, sentado en el salón,
y entonces me surgió la duda: ¿Acaso ese hombre había estado de verdad en mi
casa? Con la puerta ya cerrada no podía saberlo, no tenía nadie a quien
preguntar, ni ninguna prueba de su visita más allá de su aparente independencia.
Deduje que, si era real, tal vez estuviera llamando ahora a otras puertas, y
casi me decidí a salir al portal para comprobarlo, pero me dio vergüenza que
otros vecinos notaran mi curiosidad o se preguntaran, incluso, por qué andaba
yo intentando confirmar la existencia de un predicador de puertas; que la
soledad es eso, una forma de vergüenza.
Pasé más de una hora mirando el sofá; sí, el sofá.
Concretamente, el cojín central. Suponiendo que el hombre hubiera estado ahí
sentado, cabría esperar alguna marca en el cojín, alguna pequeña hendidura. El
problema es que, la hendidura, unas veces la veía y otras no, dependiendo del
ángulo, de la luz y de lo que me inclinara a pensar. Unos ratos quería
reiniciar mi contador de soledad, alegrarme de que alguien hubiera venido a
hablar conmigo, y veía la hendidura con tal claridad que podría haber dibujado
un retrato robot de su cristiano trasero; otros, me parecía una visita
decepcionante, triste, una visita en la que hubo dos hombres hablando y ninguno
escuchando, en la que nos despedimos sin decirnos ni los nombres, una de esas
visitas que le dificultan a uno soñar con una buena visita, y entonces veía el
cojín tan plano como el agua a nivel. Cuando me di cuenta de que el sofá no
aclararía mis dudas, reparé en otra prueba: el folleto.
Tal vez el folleto no
pudiera demostrar la existencia de dios, pero sí podía demostrar la existencia
del predicador. Busqué el folleto en la mesa y en el suelo, pero no estaba;
repasé mentalmente su despedida y recordé claramente cómo, antes de irse,
guardaba el folleto en la carpetita negra de la que lo había sacado; me
consideró tan poco interesante que ni siquiera me dejó un folleto… deseé que
fuera irreal. Pero no me rendí, he visto a algunos de estos tipos en las calles
y los portales, los he visto repartiendo folletos que los viandantes tiran a la
papelera más cercana y dejando sus folletos en los buzones. Ya había pasado
tiempo suficiente desde la visita, aunque fuera real, ningún vecino creería que
iba en su búsqueda… No era momento de pasear, pero volví a la calle.
Lo primero que hice fue mirar el buzón comunitario, un
rectángulo negro, abollado y deslucido que escolta a la puerta del portal, y
que es una especie de papelera de pared en la que los repartidores dejan sus
cuartillas promocionales a cuatro euros la hora de trabajo. Había algunos
catálogos de supermercado y ningún dios. Caminé por la acera prestando especial
atención a los bordes, en busca de algún papel arrugado que destacara en el
suelo, pero vivo en un barrio muy cívico. Recordé una vez que uno de esos
hombres de fe callejera se dirigió a mí: en realidad eran dos, lo cual me
intimidó un poco porque, aunque solitario, estoy más o menos acostumbrado a
hablar con las personas reales de una en una, principalmente cuando me atienden
en algún comercio. Pero dos es una barbaridad, es casi el doble, y los dos me
miraban y esperaban algo de mí. Me sonrieron a la vez y no sabía a cuál mirar,
me dieron un papelito y lo recogí dando las gracias. Seguramente puse alguna
cara rara, como intentando devolver la sonrisa. Les dije que lo leería con
interés y me dije que había solventado el encuentro con mucha clase; eso es la
soledad, precisamente, las mentiras que nos contamos y las mentiras que les
contamos a los demás. Me alejé leyendo el papelito, no recuerdo qué ponía,
tampoco me importaba, solo lo hice por cortesía… llevé el papelito en la mano
hasta que estuve lo suficientemente alejado de ellos como para estar seguro de
que no me verían tirarlo a una papelera. Apoyado en este recuerdo, empecé a
recorrer el barrio en busca de lejanas papeleras en las que, tal vez, alguien
hubiera tirado el folleto ocultándose de mi predicador. Me acompañó en el
recorrido una vieja amiga.
—Es muy irónico que tengas que buscar tu salvación en una
papelera —dijo divertida.
—¿Por qué? —pregunté, sabiendo la respuesta.
—¡Porque tú no reciclas! —Siempre me echaba la bronca por
cosas como esta.
—Es mi decisión.
—Pero estudiaste medioambiente.
—Precisamente por eso. Sé cómo funciona una fábrica de
reciclaje. Sé que tienen máquinas para separar los residuos, y además, personas
que trabajan en las líneas separándolos. Cuando las fábricas de reciclaje sean
servicios públicos, reciclaré; mientras sean empresas privadas, no voy a
reciclar en mi casa solo para ahorrarles puestos de trabajo.
Repetí la conversación unas cuantas veces, porque no paraba
de pensar en papeleras, pero ella me sacó del bucle.
—¿Te imaginas que buscando a tu predicador encontramos, en
cualquiera de estas papeleras, un tesoro, un secreto? O algo horrible, ¡un dedo
humano! Del pie.
—Habría que ser un psicópata para tirar aquí un dedo del pie
—dije—, eso son residuos orgánicos.
—¡Mira!
Cambió de tema. Es un juego que teníamos entre ella y yo:
cuando yo me metía con ella, ella sonreía mirando hacia otro lado para que no
la viera, y cambiaba de tema. Seguí su mirada y en la papelera vi un peluche,
una tortuguita, casi nueva.
Ya, ya sé lo que estáis pensando. Creéis que ni mi amiga ni
el peluche existían en realidad, pero ella era tan real como lo puede ser un
sentimiento, y el peluche estaba en la papelera. Me imagino la escena. Una
madre agobiada, por el trabajo en el que no la valoran, en el que la explotan;
por la pareja, por ese «para siempre» que se transformó en un «para, por
favor»; por la familia que la obliga a sonreír; por los amigos que solo están
cuando no los necesita… y a su lado un niño, con esa alegría de niño, con esa
inocencia de niño, con esa pureza de niño, jugando con su tortuguita. Se le cae
la tortuga y la madre se enfada «ten más cuidado», se le vuelve a caer, «tienes
que aprender a cuidar las cosas, que cuestan dinero», y la tortuga en el suelo
otra vez, el niño la ha cogido muy rápido, cree que la madre no le ha visto,
pero sí le ha visto, «no te lo repito más veces», y el niño, con tanto cuidado
como puede tener un niño, sigue jugando y se le cae al suelo de nuevo, y esta
vez la recoge la madre, que está muy enfadada, y ve una papelera, y tira allí
la tortuguita. Se alejan, el niño llorando y la madre enfadada; unas horas más
tarde, cuando el niño ya no se acuerde, la madre se sentirá culpable, tal vez
siempre se sienta culpable. Estas cosas pasan, yo lo sé, aunque no tenga hijos,
pero ¿quién podría saberlo mejor que yo? Al fin y al cabo, la soledad no es más
que eso, un peluche en la basura.
Yo me quedé junto a la papelera, disimulando, y cuando
comprobé que nadie miraba, agarré el peluche. Una vez rescatada de allí, nadie
podría confundirme con un tipo raro que rebuscaba en la papelera, si acaso con
un tipo raro que paseaba con una tortuga de peluche; la guardé en el bolsillo
para ser solo un tipo raro porque sí.
—Es como un cuento —dijo mi amiga.
—Eso estaba pensando —contesté.
—¡La tortuga Casiopea! —exclamamos a la vez, y seguí hablando
yo—. Debería mirar en su caparazón, tal vez tenga algo escrito, no para
conducirme al Maestro Hora, sino para llevarme hasta el predicador.
No sé si vosotros soñáis tan fuerte, puede que no entendáis
del todo esto, pero a mí me temblaba la mano al sacar la tortuga del bolsillo. Imaginad
que vivís en un lugar de mentira, un lugar mejor, pero solo podéis estar allí a
ratos porque tenéis una gomita atada a la cintura y, cuando os alejáis mucho,
tira de vosotros y os trae de vuelta a este otro lugar horrible, que encima es
de verdad y, por ello, más horrible. Y de pronto encontráis entre la ridícula
realidad un elemento de ensueño, una prueba de que el lugar de mentira no está
tan, tan, tan lejos. Así veía yo la tortuguita, si de repente en su caparazón
encontraba escrito un nombre, una dirección o algunas indicaciones… entonces
podría, no sé, entremezclarlo todo, soñar realidades, realizar sueños. Miré el
caparazón casi de reojo, lleno de miedo, y no vi nada; lo miré directamente y
no vi nada; analicé el peluche entero, le di tantas vueltas como pude, y no vi
nada. Mi amiga sonreía triste, como si se le hubiera negado la oportunidad de
ser real. No sé si se marchó ella o si dejé de pensarla yo, pero el siguiente
paso lo di solo. Bueno, quiero decir, más solo.
Así estaban las cosas, un predicador había venido a mi casa
para mostrarme el camino hacia dios, y yo, lejos de encontrar a dios, había
perdido al predicador, y buscándolo encontré una tortuga. La gente llama a eso
«serendipia», yo lo llamo soledad. Buscar una cosa y encontrar otra, eso es,
sin duda, la soledad. Estaba mirando la tortuga, muy decepcionado, cuando tuve
uno de esos momentos de volver a la realidad y analizarme. Vi a un adulto,
triste, mirando un peluche que ni siquiera era suyo. Para mí no tenía nada de
malo, pero sabía que alguien podría reírse de un adulto, triste, mirando un
peluche que ni siquiera era suyo. Guardé el peluche y alcé la cabeza para
intentar situarme, y me di cuenta de que me había alejado mucho yendo de
papelera en papelera. Me lo pensé mejor y saqué de nuevo la tortuga. La dejé en
un escalón, en la entrada al portal más próximo, por si el niño pudiera
recuperarla.
De vuelta a casa, me paró un desconocido.
—Oiga —dijo, jadeante—. ¿Ha dejado usted una tortuga en un
portal unas calles más allá?
—Sí —respondí inquieto.
—He venido corriendo a darle las gracias. Era la tortuga de
mi hijo. Se le cayó por la ventana esta mañana, la estuvimos buscando y no la
encontrábamos. ¿Dónde estaba?
—La vi por casualidad, en la papelera, al tirar un folleto
que me dio un predicador —mentí.
—¡En la papelera! ¡Cayó de la ventana directa a la papelera!
No se nos ocurrió buscar ahí. Muchísimas gracias.
El hombre se despidió muy agradecido. Volvió a casa también
corriendo, no sé por qué, pero otra vez corrió, y con sonrisa de anécdota le
contó a su hijo lo que había pasado. Rieron mucho porque el pequeño, sin
querer, había «encestado» la tortuga en la papelera. Esto marcó al chaval, que
un par de años después, en el colegio, se apuntó a baloncesto. No era el más
alto, pero sí el que anotaba desde más lejos. Algunas noches bajaba al parque a
entrenar y se llevaba el balón y la tortuga, cuando no entraba el balón tiraba
la tortuga, y se reía, y recuperaba las fuerzas para seguir entrenando; cuando
era un jugador normal entrenó para ser bueno, cuando consiguió ser bueno
entrenó para ser mejor, y cuando fue mejor siguió entrenando hasta ser único. A
los 17 años ya jugaba en el equipo de la ciudad, a los 20 debutó en la
selección nacional, a los 24 se fue a la NBA y a los 27 consiguió ganar, en el
mismo año, el anillo de la NBA y el mundial de selecciones. Ganó muchísimo
dinero, era un buen chico y destinó gran parte de su fortuna a llevar juguetes
a los niños, tantísimo le impactó que yo dejará allí aquella tortuga. Estaba ya
en mi barrio, a punto de enfilar mi calle, cuando me di de bruces con el
predicador.
El tipo, bajito, calvo y con cara de buena persona, salía de
un portal y llevaba una carpeta negra. ¿Acaso una carpeta negra es suficiente
para ser mi predicador? Entiendo que sería más práctico fijarse en la cara,
pero es que no le presté mucha atención cuando estuvo en mi casa, si es que
estuvo; a estas alturas, el hombre que tenía frente a mí se me parecía tanto al
predicador, como al niño del baloncesto, o a la propia tortuga. Pero la carpeta
era un elemento fiable, no necesitaba más que echar un vistazo dentro y si
estaba llena de folletitos sobre dios… misterio resuelto. Dejé que pasara a mi
lado, esperé unos segundos, me di la vuelta y empecé a seguirlo.
Era mayor, pero caminaba a buen ritmo. No era una de estas
personas que pasean con la mirada al frente o contando baldosas, él iba
moviendo la cabeza, reaccionando a estímulos; juraría que miraba las papeleras
al pasar junto a ellas, como buscando algún folleto que hubiera repartido
previamente… y a veces alzaba la cabeza y miraba al cielo, tal vez, informando
a su jefe. Yo miraba sobre todo a la carpeta, que se movía adelante y atrás en
el tic – tac de su brazo. Esperaba que se le arrugara una solapa, que se
desprendiera una cuerda, que por azar pudiera ver su contenido. No sucedió nada
de esto, pero pasó algo mejor: entró a un bar. Yo entré con él. Pidió café, en
la barra, y yo un botellín de agua a, digamos, metro y medio. Estuvo un rato
hojeando el periódico y yo no miraba otra cosa que la carpeta que había dejado
sobre la barra, a su lado. Puede que hubiera sido más fácil saludarle, comentar
algo sobre nuestro encuentro anterior y si no sabía de qué le hablaba,
disculparme; o, simplemente, buscar que nuestras miradas se cruzaran y ver si
había reconocimiento en sus ojos. No hice nada de eso, por miedo. Cuando él
alzaba la mirada yo escondía el rostro. Esos métodos válidos para otros, a mí
me habrían supuesto una duda eterna. ¿Y si no me reconocía o no recordaba
nuestro encuentro? Podría ser un desmemoriado, o un loco. ¿Y en caso de
reconocerme? Podría estar siguiéndome la corriente, pensando que el loco era
yo. No me confirmaba nada, me iría a casa pensando que tenía una respuesta y a
las pocas horas estaría sumido en un dilema irresoluble. Pero la carpeta sí era
algo en lo que podía confiar. El hombre, de forma muy oportuna, fue al baño, y
dejó la carpeta sobre la mesa. Me acerqué con disimulo hasta ella, el camarero
me miró con extrañeza, pensando que yo estaba aprovechando la ocasión para
robarle el periódico al pobre hombre. Me sentí cohibido, pero no desistí. El
camarero se hizo el loco para no perder un cliente, miró, a propósito, hacia
otro lado, y yo pude poner mis manos sobre la carpeta. Retiré una de las gomas,
y cuando iba a quitar la segunda, me interrumpió una voz.
—¡Oiga, usted! ¿Qué hace con mi carpeta?
De lo que pasó después solo recuerdo la vergüenza. Sé que
hubo gritos y disculpas, diría que le pregunté si no era él mi predicador, pero
la desesperación me taponaba los oídos y no escuché la respuesta. Poco después
llegó la policía y, al ver que la carpeta era negra, le dieron con la porra; a
mí me detuvieron por robo de carpeta en grado de tentativa, pensaréis que no
merecía una gran condena, que tampoco es un delito muy grave, pero es que la
ley establece unos baremos y la condena depende del valor del contenido de la
carpeta, y cuando le preguntaron al hombre qué llevaba en ella, respondió: «A
dios». O puede que solo se estuviera despidiendo. Yo qué sé, amigos, la soledad
no es más que eso, una historia absurda con un final de mierda.