martes, 8 de julio de 2025

La tirolina

 Me crie en la casa del portero de un bloque obrero en un barrio burgués, un pobre dentro de un pobre dentro de un pobre, sin ser mis padres porteros, solo rentistas. Se entraba desde la entreplanta, subía unas escaleritas de piedra y tenía ahí mi patio, que para los vecinos era su patio de luces, y luego una casa de una planta, humilde y limpia, de puerta con escalón en el que a mí me gustaba sentarme y que en un descuido me costó una uña de la mano izquierda.

Vivía en el quinto un vecino un año mayor que yo, y era costumbre que se asomara a la ventana y si estaba yo en el patio me pegara un grito para salir a jugar juntos. En aquella época nos gustaba ir a un parque que estaba al otro extremo de la ciudad porque tenía una tirolina, y no había en la ciudad ningún otro parque con tirolina, sí había uno a medio camino que tenía un tobogán en espiral pero los toboganes metálicos son para el invierno. Teníamos siete u ocho años y nos recorríamos la ciudad de punta a punta; igual que hoy, había coches y mala gente y otros peligros, lo que no había era tanto miedo.

 Mi vecino y yo, que querría decir amigo, pero me cuesta porque han pasado más de treinta años y no sé ya ni el nombre de su esposa, salíamos siempre del portal hacia la izquierda para saludar a la panadera, que a veces nos soltaba un bollo o una pasta, y después subíamos la calle y pasábamos despacio junto al taller con ese olor dulzón a neumático que nos duraba hasta la carretera. Cruzábamos la primera avenida y había después unas callecitas peatonales con casas pequeñas y sé que una de esas casas fue mi guardería, pero cuando paso ahora no sé la casa, la calle sí, pero no sé la casa y me duele un poco no saber la casa. Tras las calles había un parque enorme y en él una caseta de madera y piedra que era biblioteca de verano y portería de invierno. En ella sacaba yo mis comics de Mortadelo y Filemón, también otros, pero sobre todo los de Mortadelo y Filemón y luego tenía un profesor en el colegio que decía que mi mala letra era por leer tantos comics, perdóneme, profesor, por leer.

A veces nos encontrábamos con otros niños en el parque y se terminaba el paseo, nos quedábamos allí jugando al balón en vuelo o al escondite en ese parque inmenso o yendo hasta los árboles a ver qué hacían los chicos mayores que se ocultaban en los bancos del extremo por el que no pasaba nadie. Pero, normalmente, seguíamos porque habíamos pensado ya en la tirolina y no puedes conformarte con un balón o un secreto cuando te han prometido el viento. Dejando el parque atrás comenzábamos a andar junto a las vías, que el parque quedaba un poco más a la izquierda, pero las recreativas un poco más a la derecha y ya de chaval tenía yo los pies de aprovechar el viaje. Mi vecino iba contando sus mentiras, era uno de esos niños, y yo era de los otros niños, de los que escuchan mentiras. Había, pasado el parque, tres sitios por los que cruzar las vías antes de llegar a las máquinas: dos puentes y un subterráneo. De normal pasábamos por los puentes porque un puente es una carrera, a ver quién llega antes a lo más alto, y después ese bajar de inercia que te hace sentir ligero y veloz, pero a veces probábamos suerte con el subterráneo a ver si justo pasaba un tren por encima y lo hacía vibrar todo como si estuviéramos dentro de una lavadora.

Una vez al otro lado de las vías era como estar en una ciudad distinta, y recuerdo mirar más al vallado que al horizonte. Las máquinas estaban en una plaza blanca con uno de esos garajes con rampa, y uno cuando ve una rampa mira al fondo y a la puerta y se pregunta qué habrá detrás, es la magia de las rampas. Para mí sigue siendo un lugar misterioso porque no he entrado nunca en esa cochera, y espero no entrar nunca porque se me va acabando la magia. Los arcades estaban en la planta baja de un bloque de edificios, y no se llamaban arcades, se llamaban «salas de máquinas» y así las voy a llamar. Entrábamos a la sala y a la izquierda había un engendro que te daba cambio, metías tu propina, la moneda de cien pesetas, y te daba cuatro monedas de veinticinco para jugar en las máquinas; era una novedad, algo que habían puesto los tenderos para tratar menos con los niños. Probábamos las máquinas nuevas, las que no había en nuestro barrio, y la última moneda era para el pinball, siempre para el pinball. Ahí la bola metálica siempre abría las puertas correctas y pisaba las luces en el orden adecuado, se acumulaban los créditos, 3, 5, 8… y cuando me cansaba de jugar le vendía la partida a algún niño que estuviera mirando, por cincuenta pesetas. Ese fue mi primer trabajo, jugar al pinball para vender la partida y con los beneficios comprar gublins.

Las máquinas estaban muy bien, pero no eran una tirolina. Salíamos de la sala y en el siguiente cruce, que ese sí era siempre un subterráneo, volvíamos a nuestro lado de las vías y nos sentíamos como quien aterriza en el aeropuerto a la vuelta de las vacaciones. El cruce estaba a la altura de otro parque, un parque de sombras con árboles frondosos, un circuito para bicis que esquivaba un arroyo y se doblaba sobre un puentecito, con fuentes y jeringuillas. Cerca de los parques hay siempre un olor, así se ordena la memoria, antes del primero había un taller y después del segundo estaba la churrería que, como era por la tarde, olía a castañas y a fritura de patatas. Luego una calle curva de las que te hacen preguntarte por qué hay calles curvas, si sería más fácil hacer las calles rectas, pero me gustan las calles curvas, y de ahí a la última avenida antes del parque de la tirolina. Edificios nuevos y gente vieja, pero cuando eres niño todos son viejos. Al fondo la gasolinera y una carretera interminable y a la derecha, por fin, la explanada de tierra, tres columpios, una montaña de cuerdas rojas con huesos de metal que llamábamos «la telaraña» y, por supuesto, nuestra tirolina.

Tenía unos treinta metros de lado a lado, la cuerda también roja y el asiento negro, de plástico duro pero no tanto como para no estar roto. Mi vecino y yo corríamos hasta ella y nos tirábamos diez o doce veces cada uno, antes de volver a casa.

Años después, algunos historiadores locales excavaron aquel parque porque descubrieron que bajo su tierra había una fosa común de la guerra, y ahora no puedo recordar mi infancia sin pensar en la muerte.

lunes, 16 de junio de 2025

Soliloquio

Cuando el aceite comenzó a burbujear, arrojé las patatas con cuidado. Me alejé para no salpicarme si saltaba alguna gota, y sonreí.

—He aprendido —dije.

—Solo has tenido que quemarte tres o cuatro veces —replicó ella, mordaz.

Puse a calentar una cazuela y saqué el roquefort del frigorífico, era una cuña en envase individual. Demasiado cara, pero innegociable. De la puerta cogí un pequeño brik de nata, 250 mililitros. Abrí la nata con las tijeras y esperé sin saber muy bien qué decir, por lo que retomé una conversación habitual.

—Me habría gustado tener unas cervezas, sí, cocinar mientras charlamos y bebemos unas cervezas. Pero no te esperaba.

—No pasa nada —respondió ella—, debería haberlas traído yo, que tú ya estás haciendo la comida.

—Ya, bueno, pero ¿quién no tiene unas cervezas? Debería tener un pack ahí, en el frigorífico. Lo que pasa es que no suele venir nadie, y no me gusta beber solo. La próxima vez habrá cerveza.

—La próxima vez te aviso antes de venir, y traigo yo la bebida.

—Hecho —confirmé.

La cazuela ya estaba caliente, eché la nata líquida y removí un poco, antes de ponerme a dar la vuelta a las patatas de la sartén. En realidad, no las di la vuelta, nunca las doy exactamente la vuelta, más bien las muevo de un lado a otro, intento que salten, que se den la vuelta solas. Cuando la nata estuvo un poco caliente, introduje el queso para que se deshiciera en ella y removí la mezcla sin descanso. «Mira cómo huele» dije, y ella se acercó, puso la nariz sobre la cazuela y al girarse para sonreírme su melena me rozó el brazo. Las patatas, que no se peguen las patatas, le di otro meneo a las patatas, y de nuevo a la cazuela, a apretar los pedacitos de queso que no se terminaban de disolver, siempre hay cachos que parece que tengan una unión más fuerte que el resto, como si dentro de un queso hubiera amigos de queso.

Coloqué papel de cocina sobre un plato y saqué las patatas de la sartén, las puse ahí a secar, a quitar la mayor cantidad posible de aceite. Removí una vez más la mezcla de la cazuela, aunque ya no hacía falta. Cubrí las patatas por encima con el papel que asomaba a los lados y apreté, estrujé las patatas para que escurrieran bien. Ella me miraba. Quité el papel y lo tiré a la basura. Apagué el fuego de la cazuela y vertí la mezcla, que ya era salsa de roquefort, sobre el plato con las patatas fritas. Comprobé que también había apagado el de la sartén, a veces me despisto, pero sí, lo había hecho. Cogí el plato y me fui al salón a comer. Allí el ordenador reproducía un vídeo. Allí no necesitaba inventarme ninguna compañía ni repetir conversaciones en mi cabeza para no sentirme solo. Aun así, de vez en cuando miraba a mi derecha como si ella estuviera allí sentada, y creo que hasta le ofrecí una patata.

La soledad es un reloj sin pilas, me gustaría deciros las horas, pero el solitario no tiene horas, ni minutos, ni segundos… Tiene momentos. Estuvo el momento de la comida, el de la siesta, un par de momentos de nada, de hacer sin hacer, que son momentos que uno no sabe que está viviendo y en los que no repara hasta que terminan y dan paso a otro momento distinto, en este caso, el del paseo. Recuerdo perfectamente el paseo de aquella tarde porque siempre ha sido uno de mis favoritos: bajé las escaleras y en el portal había ya mucha gente hablando de mis ocurrencias, la gente se sonreía al verme porque había dicho, sin duda, algo muy gracioso; poco después de estar en la calle hablaba con alguien sobre el tema, no necesariamente un periodista o un biógrafo, a menudo solo un amigo, quizás uno que no supiera que es mi amigo, uno de esos amigos que aún no te conocen.

—¿Y cómo has llegado a ser tan divertido? —preguntó mi amigo.

Así comenzaban las conversaciones, nada de saludos ni charlas informales, porque a veces había que repetirlas y no podía estar paseando todo el día.

—Pues no lo sé, la verdad, me sale solo.

Respondí, y no me convenció, así que reinicié la ensoñación, mi amigo repitió la pregunta y yo di una respuesta mucho más contundente:

—Lo llevo dentro.

—Como la belleza —dijo mi amigo, muy ocurrente.

—¿Tú crees que la belleza está en el interior? —pregunté.

—Claro, la belleza está en el interior.

—Pues ya podías ponerte una ventana en la cara, feo.

Así hablamos los amigos. La gente se rio muchísimo y mi amigo admitió la derrota negando con la cabeza mientras sonreía. Seguimos un rato más lanzándonos pullas y las mías siempre eran mucho mejores; después, nos pusimos más serios y arreglamos un par de problemas del mundo mientras la gente que nos escuchaba asentía con solemnidad.

Durante el paseo se hizo de noche. Uno sale con el sol, está entretenido siendo alguien y de repente un saludo te interrumpe, a menudo una de esas personas del barrio a las que no conoces pero con las que te saludas porque las ves mucho, aunque no sepas su nombre ni quién son, solo porque hay un mutuo reconocimiento de rostros; y en el saludo miras con los ojos tristes, con los de ver la verdad, y ves una farola y te das cuenta de que se ha hecho de noche. Algo similar pasa al volver a casa, porque durante el paseo eras alguien importante pero abres la puerta de casa y es imposible ignorar que no te espera nadie, que estás tan solo como cuando saliste y que mañana también lo estarás porque se te ha ido el día en soñar, ni siquiera sueños nuevos, sino sueños que has soñado cientos de veces. La oscuridad de esa noche no la conocen los poetas, no leí nunca un verso que reflejara esa sensación porque, sí, se habrán escrito miles, pero los ha escrito gente que no le importa a nadie. Por eso el auténtico solitario cierra la puerta de casa y va directamente a encender el ordenador, o la televisión, o la radio, o a abrir un libro… antes de cambiarse los zapatos, antes de beber agua, antes de ir al baño… busca una voz que engañe al silencio, porque la soledad es solo eso, un tipo de silencio.

Fue justo entonces cuando ocurrió. Encendí el televisor como un acto mecánico, y no es que me guste ver la tele, solo le concedo un par de minutos, lo que tardo en arrancar el ordenador y conectarlo a la pantalla, pero esos dos minutos fueron suficientes para arruinarme la vida. Ponían un documental sobre cristianismo, uno de esos en los que tratan de desmontar el mito analizando hechos históricos, y recuerdo haber pensado que algo así era totalmente innecesario: ninguna religión monoteísta se sostiene, ¿cómo iba un dios a elegir estar solo? No me creo ninguna religión que no tenga, al menos, un par de dioses. Pocas horas después me rodeó la policía, lo recuerdo bien, cerca de mi casa, en la puerta de un bar, diría que los vecinos me miraban con lástima pero mentiría porque tenía la vista clavada en el suelo, solo puedo hablaros del asfalto gris y negro, que siempre he entendido el gris, pero no me explico el negro, no sé por qué el caprichoso granulado de las calles mal asfaltadas se divide en gris y negro de forma aleatoria, y me inclino a pensar que las partes negras son manchas de aceite, que se filtran en los poros del asfalto gris normal y lo destacan de un negro profundo; sí, eso es la soledad, una mancha de aceite.

Ahora estoy en la cárcel, un tipo como yo, que nunca le ha hecho daño a nadie, condenado por uno de los peores crímenes que se podrían imaginar. Ya sé que es un disparate, pero aquí estoy, rodeado de fríos barrotes, y no es una metáfora, es un invierno. Mi intención es contaros cómo acabé aquí, pero es difícil, porque llegados a este punto sé lo que recuerdo, pero no lo que pasó; lo que quiero decir es que, tal vez, algunas cosas de las que recuerdo sean ensoñaciones y no ocurrieron, pero uno ya no hace distinciones entre lo real y lo imaginario porque duele. Veamos:

Alguien llamó a mi puerta mientras se encendía el ordenador y el televisor listaba una serie de reliquias que se habían demostrado falsas. «Un vendedor» pensé, porque al solitario solo le visitan vendedores y repartidores, pero yo no había pedido nada. Hubo una época en que me visitaba con insistencia un vecino, debido a que le había hecho una gotera en el baño, pero cuando solucionamos el problema dejó de pasarse por mi casa. Abrí dispuesto a comprar, la verdad, estaba de buen humor y me apetecía que alguien, tal vez una mujer —ojalá una mujer— me preguntara mi nombre sonriendo, para anotarlo en su formulario de venta y despedirse contenta, nada menos, alejarse feliz tras pasar unos minutos con una sombra como yo. Pero era un hombre y no vendía nada, dijo que venía a hablar sobre dios y yo supuse que me lo estaba imaginando, que mi mente preparaba el escenario para un encuentro original y lo abracé con gusto. No quisiera confundiros, no es que sufra de alucinaciones, más bien es un talento, mi único talento, y es que he perfeccionado tanto mis ensoñaciones que son indistinguibles de la realidad.

El hombre aceptó la invitación con la alegría de quien prevé un rechazo, y le acompañé al salón.

—Justo estaba viendo un documental sobre el tema —comencé, como de forma casual.

Ante mi sorpresa, el tipo ignoró mi comentario, abrió un folleto y empezó a recitarme su perorata apoyando algunos de sus argumentos en los párrafos impresos sobre aquel papel mustio de escaso gramaje, como si una mentira hablada pudiera confirmarse con una mentira impresa. Reconozco que, por primera vez, me sentí cohibido en mi propia ensoñación, y reconozco también que esto es una gran mentira: no era la primera vez, aunque me duela admitirlo. El solitario no es distinto al resto de personas, tiene días mejores y peores, y en los días malos un sueño puede verse sacudido por interferencias, atisbos de realidad que ensucian el momento, pensamientos intrusivos que destacan la imposibilidad de lo que uno está viviendo y arruinan por completo la experiencia; una de las tareas más difíciles del solitario es recuperar alguno de estos sueños corruptos, volver a soñarlo sin que se rompa. Me disponía a reiniciar la conversación, a levantarme y dirigirme a la puerta para recibir al tipo de nuevo y soñarlo de una forma más agradable, cuando en medio de una disertación sobre el mal me preguntó:

—¿Qué es para usted el diablo?

«Por fin» pensé, encarrilando mi fantasía de forma que pudiera destacar, en esta ocasión, algunos conocimientos literarios.

—Diría que la percepción del diablo no es una cuestión personal, sino social, que depende del contexto histórico —respondí con una sonrisa de suficiencia—. Tenemos al diablo monstruoso e informe que nos describió Dante en tiempos de totalitarismo religioso; al diablo rebelde y trágico de Milton que ya cuestionaba algunos preceptos del cristianismo; al tramposo diablo de Goethe, un trilero, un vendedor de seguros, cuando ya se culpaba del mal al hombre; y, por último, considero que el diablo de nuestra época es más bien el de Bulgákov, una especie de bufón malvado.

—¿Como el «Joker»? —preguntó, con curiosidad.

—Sí, bueno, es una referencia válida, aunque no me refería…

—Pues se equivoca usted, hombre.

—¿Cómo?

—El diablo está en usted, y dios también.

El hombre se levantó como si con eso estuviera ya todo dicho, y se fue. Me quedé un poco aturdido, no por su respuesta, que me daba igual, sino porque no me dio la posibilidad de seguir debatiendo hasta tener razón. Sonó la puerta al cerrarse y me vi de nuevo, solo, sentado en el salón, y entonces me surgió la duda: ¿Acaso ese hombre había estado de verdad en mi casa? Con la puerta ya cerrada no podía saberlo, no tenía nadie a quien preguntar, ni ninguna prueba de su visita más allá de su aparente independencia. Deduje que, si era real, tal vez estuviera llamando ahora a otras puertas, y casi me decidí a salir al portal para comprobarlo, pero me dio vergüenza que otros vecinos notaran mi curiosidad o se preguntaran, incluso, por qué andaba yo intentando confirmar la existencia de un predicador de puertas; que la soledad es eso, una forma de vergüenza.

Pasé más de una hora mirando el sofá; sí, el sofá. Concretamente, el cojín central. Suponiendo que el hombre hubiera estado ahí sentado, cabría esperar alguna marca en el cojín, alguna pequeña hendidura. El problema es que, la hendidura, unas veces la veía y otras no, dependiendo del ángulo, de la luz y de lo que me inclinara a pensar. Unos ratos quería reiniciar mi contador de soledad, alegrarme de que alguien hubiera venido a hablar conmigo, y veía la hendidura con tal claridad que podría haber dibujado un retrato robot de su cristiano trasero; otros, me parecía una visita decepcionante, triste, una visita en la que hubo dos hombres hablando y ninguno escuchando, en la que nos despedimos sin decirnos ni los nombres, una de esas visitas que le dificultan a uno soñar con una buena visita, y entonces veía el cojín tan plano como el agua a nivel. Cuando me di cuenta de que el sofá no aclararía mis dudas, reparé en otra prueba: el folleto.

 Tal vez el folleto no pudiera demostrar la existencia de dios, pero sí podía demostrar la existencia del predicador. Busqué el folleto en la mesa y en el suelo, pero no estaba; repasé mentalmente su despedida y recordé claramente cómo, antes de irse, guardaba el folleto en la carpetita negra de la que lo había sacado; me consideró tan poco interesante que ni siquiera me dejó un folleto… deseé que fuera irreal. Pero no me rendí, he visto a algunos de estos tipos en las calles y los portales, los he visto repartiendo folletos que los viandantes tiran a la papelera más cercana y dejando sus folletos en los buzones. Ya había pasado tiempo suficiente desde la visita, aunque fuera real, ningún vecino creería que iba en su búsqueda… No era momento de pasear, pero volví a la calle.

Lo primero que hice fue mirar el buzón comunitario, un rectángulo negro, abollado y deslucido que escolta a la puerta del portal, y que es una especie de papelera de pared en la que los repartidores dejan sus cuartillas promocionales a cuatro euros la hora de trabajo. Había algunos catálogos de supermercado y ningún dios. Caminé por la acera prestando especial atención a los bordes, en busca de algún papel arrugado que destacara en el suelo, pero vivo en un barrio muy cívico. Recordé una vez que uno de esos hombres de fe callejera se dirigió a mí: en realidad eran dos, lo cual me intimidó un poco porque, aunque solitario, estoy más o menos acostumbrado a hablar con las personas reales de una en una, principalmente cuando me atienden en algún comercio. Pero dos es una barbaridad, es casi el doble, y los dos me miraban y esperaban algo de mí. Me sonrieron a la vez y no sabía a cuál mirar, me dieron un papelito y lo recogí dando las gracias. Seguramente puse alguna cara rara, como intentando devolver la sonrisa. Les dije que lo leería con interés y me dije que había solventado el encuentro con mucha clase; eso es la soledad, precisamente, las mentiras que nos contamos y las mentiras que les contamos a los demás. Me alejé leyendo el papelito, no recuerdo qué ponía, tampoco me importaba, solo lo hice por cortesía… llevé el papelito en la mano hasta que estuve lo suficientemente alejado de ellos como para estar seguro de que no me verían tirarlo a una papelera. Apoyado en este recuerdo, empecé a recorrer el barrio en busca de lejanas papeleras en las que, tal vez, alguien hubiera tirado el folleto ocultándose de mi predicador. Me acompañó en el recorrido una vieja amiga.

—Es muy irónico que tengas que buscar tu salvación en una papelera —dijo divertida.

—¿Por qué? —pregunté, sabiendo la respuesta.

—¡Porque tú no reciclas! —Siempre me echaba la bronca por cosas como esta.

—Es mi decisión.

—Pero estudiaste medioambiente.

—Precisamente por eso. Sé cómo funciona una fábrica de reciclaje. Sé que tienen máquinas para separar los residuos, y además, personas que trabajan en las líneas separándolos. Cuando las fábricas de reciclaje sean servicios públicos, reciclaré; mientras sean empresas privadas, no voy a reciclar en mi casa solo para ahorrarles puestos de trabajo.

Repetí la conversación unas cuantas veces, porque no paraba de pensar en papeleras, pero ella me sacó del bucle.

—¿Te imaginas que buscando a tu predicador encontramos, en cualquiera de estas papeleras, un tesoro, un secreto? O algo horrible, ¡un dedo humano! Del pie.

—Habría que ser un psicópata para tirar aquí un dedo del pie —dije—, eso son residuos orgánicos.

—¡Mira!

Cambió de tema. Es un juego que teníamos entre ella y yo: cuando yo me metía con ella, ella sonreía mirando hacia otro lado para que no la viera, y cambiaba de tema. Seguí su mirada y en la papelera vi un peluche, una tortuguita, casi nueva.

Ya, ya sé lo que estáis pensando. Creéis que ni mi amiga ni el peluche existían en realidad, pero ella era tan real como lo puede ser un sentimiento, y el peluche estaba en la papelera. Me imagino la escena. Una madre agobiada, por el trabajo en el que no la valoran, en el que la explotan; por la pareja, por ese «para siempre» que se transformó en un «para, por favor»; por la familia que la obliga a sonreír; por los amigos que solo están cuando no los necesita… y a su lado un niño, con esa alegría de niño, con esa inocencia de niño, con esa pureza de niño, jugando con su tortuguita. Se le cae la tortuga y la madre se enfada «ten más cuidado», se le vuelve a caer, «tienes que aprender a cuidar las cosas, que cuestan dinero», y la tortuga en el suelo otra vez, el niño la ha cogido muy rápido, cree que la madre no le ha visto, pero sí le ha visto, «no te lo repito más veces», y el niño, con tanto cuidado como puede tener un niño, sigue jugando y se le cae al suelo de nuevo, y esta vez la recoge la madre, que está muy enfadada, y ve una papelera, y tira allí la tortuguita. Se alejan, el niño llorando y la madre enfadada; unas horas más tarde, cuando el niño ya no se acuerde, la madre se sentirá culpable, tal vez siempre se sienta culpable. Estas cosas pasan, yo lo sé, aunque no tenga hijos, pero ¿quién podría saberlo mejor que yo? Al fin y al cabo, la soledad no es más que eso, un peluche en la basura.

Yo me quedé junto a la papelera, disimulando, y cuando comprobé que nadie miraba, agarré el peluche. Una vez rescatada de allí, nadie podría confundirme con un tipo raro que rebuscaba en la papelera, si acaso con un tipo raro que paseaba con una tortuga de peluche; la guardé en el bolsillo para ser solo un tipo raro porque sí.

—Es como un cuento —dijo mi amiga.

—Eso estaba pensando —contesté.

—¡La tortuga Casiopea! —exclamamos a la vez, y seguí hablando yo—. Debería mirar en su caparazón, tal vez tenga algo escrito, no para conducirme al Maestro Hora, sino para llevarme hasta el predicador.

No sé si vosotros soñáis tan fuerte, puede que no entendáis del todo esto, pero a mí me temblaba la mano al sacar la tortuga del bolsillo. Imaginad que vivís en un lugar de mentira, un lugar mejor, pero solo podéis estar allí a ratos porque tenéis una gomita atada a la cintura y, cuando os alejáis mucho, tira de vosotros y os trae de vuelta a este otro lugar horrible, que encima es de verdad y, por ello, más horrible. Y de pronto encontráis entre la ridícula realidad un elemento de ensueño, una prueba de que el lugar de mentira no está tan, tan, tan lejos. Así veía yo la tortuguita, si de repente en su caparazón encontraba escrito un nombre, una dirección o algunas indicaciones… entonces podría, no sé, entremezclarlo todo, soñar realidades, realizar sueños. Miré el caparazón casi de reojo, lleno de miedo, y no vi nada; lo miré directamente y no vi nada; analicé el peluche entero, le di tantas vueltas como pude, y no vi nada. Mi amiga sonreía triste, como si se le hubiera negado la oportunidad de ser real. No sé si se marchó ella o si dejé de pensarla yo, pero el siguiente paso lo di solo. Bueno, quiero decir, más solo.

Así estaban las cosas, un predicador había venido a mi casa para mostrarme el camino hacia dios, y yo, lejos de encontrar a dios, había perdido al predicador, y buscándolo encontré una tortuga. La gente llama a eso «serendipia», yo lo llamo soledad. Buscar una cosa y encontrar otra, eso es, sin duda, la soledad. Estaba mirando la tortuga, muy decepcionado, cuando tuve uno de esos momentos de volver a la realidad y analizarme. Vi a un adulto, triste, mirando un peluche que ni siquiera era suyo. Para mí no tenía nada de malo, pero sabía que alguien podría reírse de un adulto, triste, mirando un peluche que ni siquiera era suyo. Guardé el peluche y alcé la cabeza para intentar situarme, y me di cuenta de que me había alejado mucho yendo de papelera en papelera. Me lo pensé mejor y saqué de nuevo la tortuga. La dejé en un escalón, en la entrada al portal más próximo, por si el niño pudiera recuperarla.

De vuelta a casa, me paró un desconocido.

—Oiga —dijo, jadeante—. ¿Ha dejado usted una tortuga en un portal unas calles más allá?

—Sí —respondí inquieto.

—He venido corriendo a darle las gracias. Era la tortuga de mi hijo. Se le cayó por la ventana esta mañana, la estuvimos buscando y no la encontrábamos. ¿Dónde estaba?

—La vi por casualidad, en la papelera, al tirar un folleto que me dio un predicador —mentí.

—¡En la papelera! ¡Cayó de la ventana directa a la papelera! No se nos ocurrió buscar ahí. Muchísimas gracias.

El hombre se despidió muy agradecido. Volvió a casa también corriendo, no sé por qué, pero otra vez corrió, y con sonrisa de anécdota le contó a su hijo lo que había pasado. Rieron mucho porque el pequeño, sin querer, había «encestado» la tortuga en la papelera. Esto marcó al chaval, que un par de años después, en el colegio, se apuntó a baloncesto. No era el más alto, pero sí el que anotaba desde más lejos. Algunas noches bajaba al parque a entrenar y se llevaba el balón y la tortuga, cuando no entraba el balón tiraba la tortuga, y se reía, y recuperaba las fuerzas para seguir entrenando; cuando era un jugador normal entrenó para ser bueno, cuando consiguió ser bueno entrenó para ser mejor, y cuando fue mejor siguió entrenando hasta ser único. A los 17 años ya jugaba en el equipo de la ciudad, a los 20 debutó en la selección nacional, a los 24 se fue a la NBA y a los 27 consiguió ganar, en el mismo año, el anillo de la NBA y el mundial de selecciones. Ganó muchísimo dinero, era un buen chico y destinó gran parte de su fortuna a llevar juguetes a los niños, tantísimo le impactó que yo dejará allí aquella tortuga. Estaba ya en mi barrio, a punto de enfilar mi calle, cuando me di de bruces con el predicador.

El tipo, bajito, calvo y con cara de buena persona, salía de un portal y llevaba una carpeta negra. ¿Acaso una carpeta negra es suficiente para ser mi predicador? Entiendo que sería más práctico fijarse en la cara, pero es que no le presté mucha atención cuando estuvo en mi casa, si es que estuvo; a estas alturas, el hombre que tenía frente a mí se me parecía tanto al predicador, como al niño del baloncesto, o a la propia tortuga. Pero la carpeta era un elemento fiable, no necesitaba más que echar un vistazo dentro y si estaba llena de folletitos sobre dios… misterio resuelto. Dejé que pasara a mi lado, esperé unos segundos, me di la vuelta y empecé a seguirlo.

Era mayor, pero caminaba a buen ritmo. No era una de estas personas que pasean con la mirada al frente o contando baldosas, él iba moviendo la cabeza, reaccionando a estímulos; juraría que miraba las papeleras al pasar junto a ellas, como buscando algún folleto que hubiera repartido previamente… y a veces alzaba la cabeza y miraba al cielo, tal vez, informando a su jefe. Yo miraba sobre todo a la carpeta, que se movía adelante y atrás en el tic – tac de su brazo. Esperaba que se le arrugara una solapa, que se desprendiera una cuerda, que por azar pudiera ver su contenido. No sucedió nada de esto, pero pasó algo mejor: entró a un bar. Yo entré con él. Pidió café, en la barra, y yo un botellín de agua a, digamos, metro y medio. Estuvo un rato hojeando el periódico y yo no miraba otra cosa que la carpeta que había dejado sobre la barra, a su lado. Puede que hubiera sido más fácil saludarle, comentar algo sobre nuestro encuentro anterior y si no sabía de qué le hablaba, disculparme; o, simplemente, buscar que nuestras miradas se cruzaran y ver si había reconocimiento en sus ojos. No hice nada de eso, por miedo. Cuando él alzaba la mirada yo escondía el rostro. Esos métodos válidos para otros, a mí me habrían supuesto una duda eterna. ¿Y si no me reconocía o no recordaba nuestro encuentro? Podría ser un desmemoriado, o un loco. ¿Y en caso de reconocerme? Podría estar siguiéndome la corriente, pensando que el loco era yo. No me confirmaba nada, me iría a casa pensando que tenía una respuesta y a las pocas horas estaría sumido en un dilema irresoluble. Pero la carpeta sí era algo en lo que podía confiar. El hombre, de forma muy oportuna, fue al baño, y dejó la carpeta sobre la mesa. Me acerqué con disimulo hasta ella, el camarero me miró con extrañeza, pensando que yo estaba aprovechando la ocasión para robarle el periódico al pobre hombre. Me sentí cohibido, pero no desistí. El camarero se hizo el loco para no perder un cliente, miró, a propósito, hacia otro lado, y yo pude poner mis manos sobre la carpeta. Retiré una de las gomas, y cuando iba a quitar la segunda, me interrumpió una voz.

—¡Oiga, usted! ¿Qué hace con mi carpeta?

De lo que pasó después solo recuerdo la vergüenza. Sé que hubo gritos y disculpas, diría que le pregunté si no era él mi predicador, pero la desesperación me taponaba los oídos y no escuché la respuesta. Poco después llegó la policía y, al ver que la carpeta era negra, le dieron con la porra; a mí me detuvieron por robo de carpeta en grado de tentativa, pensaréis que no merecía una gran condena, que tampoco es un delito muy grave, pero es que la ley establece unos baremos y la condena depende del valor del contenido de la carpeta, y cuando le preguntaron al hombre qué llevaba en ella, respondió: «A dios». O puede que solo se estuviera despidiendo. Yo qué sé, amigos, la soledad no es más que eso, una historia absurda con un final de mierda.

 

viernes, 11 de abril de 2025

Informe (Relato)

Informe

Voy a contarte un secreto, pero antes permíteme que te hable un poco de mí: me llamo Bernardo, la gente que me quiere me llama Berni, y los que me odian, Nardo. Tengo 32 años, estudié Ingeniería Química, pero trabajo como vendedor de seguros en una aseguradora local, "La virgen de los desamparados" se llama, y soy el comercial perfecto porque odio a la gente, la detesto. A ti también.

¿Y cuál es el secreto del que te hablaba? Pues he comprobado, he podido confirmar que alguien está cambiando a las personas por otras cosas, otros seres. Te explico lo que ha pasado.

Para mí era una mañana normal, otro martes de noviembre. Hacía frío, pero me gusta el frío porque a la gente se le pone la nariz roja como lo que son, unos payasos. Yo tenía una cita en un bloque de viviendas de las afueras, uno de esos edificios de ladrillo de los años sesenta, un cubil de obreros. Es el mejor sitio para vender seguros. Hay quien piensa que se vende mejor en los barrios ricos, pero se equivoca, porque los ricos tienen gestores; a los ricos no puedes engañarles tú, les engaña el gestor. Además, en los barrios ricos la gente vive dispersa, una calle puede tener solo 10 puertas, mientras que los obreros viven hacinados, 20 o 30 puertas por bloque, 10 bloques por calle, y está todo lleno de ancianos, capaces de comprarte un seguro solo para que estés un rato hablando con ellos. Me gusta concertar citas en bloques de barrios obreros porque, aunque salga mal, el nombre de un vecino es una llave maestra que abre todas las puertas del bloque: «Buenos días, vengo de casa de Ramiro, el del segundo, estamos ofreciendo un seguro de hogar adaptado a estas viviendas…» y ya no eres tú el que vende, sino Ramiro, aunque te haya sacado de su casa a patadas. Hay que seguir algunas normas, claro, para aprovechar el tiempo; por ejemplo, si la puerta no tiene felpudo no me molesto en llamar, a alguien sin felpudo ni le preocupa la casa ni tiene dinero, lo que hay que buscar es un felpudo bonito, con mucho pelo, mullidito, lo que en el argot llamamos «un felpudo de señora». Una vez he localizado el felpudo correcto, llamo a la puerta y ahí me encuentro con tres posibles situaciones: si me abre alguien con mala cara, me voy rápido, no va a comprar; si abre una anciana sonriendo, miro el reloj, sé que la venta me va a costar casi una hora, entre que me invite a café y me cuente su vida; pero si escucho ruido en la puerta y no abre… ¡Bingo! Ya solo tengo que insistir, mientras la señora se desespera al otro lado de la puerta. Suelen ser señoras que no saben decir que no, y que ya alguna vez alguien las ha engañado y sus hijos les han echado la bronca, les han hecho sentirse inútiles, idiotas. Son las mejores. Yo no me voy, sigo llamando y sonriendo a la mirilla, que se incomode, que sienta vergüenza, que sepa que sé que está ahí, y entonces llega el momento en el que me abren la puerta y se disculpan con que estaban en el baño o que no oían con la tele. Vendo en menos de cinco minutos, ellas solo quieren que me vaya, ni siquiera me ven del todo, solo están pensando en cómo se excusarán ante sus hijos para que no las hagan sentir tontas, en qué han hecho mal y cómo podrían evitarlo la próxima vez, en que me vaya, que se vaya ese hombre que ha llegado a por su dinero, a por su tranquilidad y a por el respeto de sus hijos. Y yo me voy, en cuanto he conseguido mi venta.

En fin, como decía, era un martes cualquiera, yo tenía una cita para entregar las últimas voluntades del cliente de un seguro de decesos. Estos son muy buenos, acaban de enterrar a un padre o a un hermano, y tienes una excusa para ir a venderles cosas: «Te traigo las últimas voluntades de Pepito, te acompaño en el sentimiento; por cierto, he visto que el bloque tiene el seguro de comunidad con nosotros, pero tú tienes el de vivienda con otra empresa, si lo cambias te ahorraras un montón de problemas». Y lo cambian, vaya si lo cambian, acaban de enterrar a un familiar y les ofreces una vida más fácil por 240 euros de nada. Claro que lo cambian. En la oficina nos peleamos por llevar últimas voluntades, ves a un compañero que se dirige a la calle sonriendo y le preguntas, te sale solo: «¿Llevas un muerto?» y él abre mucho los ojos, «Una viuda» responde, y sabes que es como llevar una comisión, como si en la carpeta llevara ya una comisión.

Pero bueno, pues eso, un martes cualquiera. Voy a entregar las últimas voluntades y resulta que me abre el muerto. Yo no lo sabía, al principio, de hecho, me asusté más por no saberlo, porque yo iba a ver a una viuda y me abrió la puerta un hombre mayor, uno de estos que te echan sin miramientos, «el hermano» pensé, y me dio mucha pena porque la única barrera entre una viuda y una venta es un familiar tocapelotas. Nos pusimos a hablar, pregunté por el asegurado, le di el pésame, y me dijo que era él, que no se había muerto nadie, y me echó. Volví a la oficina contrariado, joder, es que la gente ya ni morirse, y al comentarlo con un compañero de trabajo me cuenta que a él le ha pasado lo mismo. Nos pasamos así una semana entera, con muertos dándonos con la puerta en las narices.

Yo me puse a investigar, no ya por estas oportunidades perdidas, que al final, oye, si el muerto está vivo, pues te vas a la puerta de al lado a buscar a una señora y sales con la venta igual. Pero me preocupaba el largo plazo, porque llevaba una semana sin morirse nadie, y si no se muere nadie a ver cómo vendo yo los seguros de vida y los de decesos. Me fui al tanatorio y me colé en un velatorio, es una de las ventajas de trabajar en traje, que nadie te pregunta, vayas donde vayas la gente piensa «será un amigo de alguien, si hasta ha venido en traje» y no te preguntan, es casi cómo ir vestido de policía, que eso lo hacía un compañero mío, iba a todas partes vestido de policía porque nadie le pregunta a un policía qué hace ahí, ni intenta echar a un policía. Le acabaron denunciando, pero con lo que vendió le salió a cuenta. El caso es que en el tanatorio había muertos, y gente llorando y eso, todo muy normal, pero yo me di cuenta de que los trabajadores del tanatorio estaban curioseando, iban mirando por las salas y hablaban entre ellos, hasta que uno, que miraba por una ventanita, avisó al resto: «Mirad, mirad, ¡otro que se levanta!». Yo fui a mirar también por la ventanita y pude ver cómo se levantaba el muerto, y la alegría de los familiares que recuperaban a su ser querido, sin pararse a pensar ni por un momento que a algún comercial le estaban jodiendo la mañana.

Estuve un buen rato hablando con los trabajadores del tanatorio, me dijeron que se estaban levantando todos los muertos, que antes o después, se levantaban todos como si nada. Yo les dije que había venido a comprobarlo, que me mandaban de la aseguradora para confirmarlo y que todos eran clientes de nuestro seguro de salud. Les vendí el seguro a todos los trabajadores; desde luego, no iba yo a perder la mañana investigando.

Al salir del tanatorio sabía que ocurría algo, pero no sabía el qué. Decidí llamar a Fernando. Fernando es un policía que nos informa cuando hay accidentes o robos, si son de un no asegurado aprovechamos para que se cambie a nuestra empresa en cuanto hable con su seguro y le digan que no le pagan, y si son de un asegurado le pedimos a Fernando que nos dé los detalles con los que argumentar los motivos para no pagar. Es un chaval de treinta y pocos años, con alopecia prematura, al que en la oficina nos referimos como «el agente cero cero pelo». Me dijo que en comisaría estaban desconcertados, pero muy contentos, porque las investigaciones sobre muertes duraban apenas unas horas, lo que tardaba el muerto en reincorporarse a la vida. También me contó que los médicos que certifican las defunciones estaban planeando una huelga, y que los jueces ya no iban a hacer los levantamientos de los cadáveres, que ordenaban esperar a que se levantaran solos. Lo único que deduje de sus palabras es que ni sabían lo que pasaba, ni lo iban a investigar porque, en general, les venía bastante bien.

Desesperado, me dirigí al último lugar en el que una persona sensata buscaría la verdad: a la redacción del periódico. Allí suelen recibirnos muy bien porque la empresa se deja una pasta en publicidad y tienen una relación muy cordial con la oficina; a veces, nos llaman para contarnos que un ciudadano se ha presentado por allí, muy indignado, diciendo que los del seguro esto y lo otro, que «la gente tiene que saber estas cosas», y que le han seguido la corriente, le han entrevistado y le han dicho que espere unos días, que esto mejor lo envían a Madrid para que salga en un periódico de tirada nacional. Son muy divertidos.

La redacción estaba patas arriba, se les notaba muy nerviosos, y no era para menos, ya que en la ciudad era mucha gente la que sabía lo que estaba pasando, y ellos aún no habían informado de nada. Hablé con un tipo que estaba sentado en la mesa, uno cuya cara me sonaba de haber estado en alguna de las cenas de empresa, y me contó que estaban preocupadísimos porque no tenían una opinión clara, no sabían seguro si a la gente esto de no morirse le iba a parecer bien o le iba a dar miedo, y por eso no sabían tampoco si decir que era gracias al alcalde o culpar de ello a la oposición, o a alguna amenaza externa. Salí de allí tal y como había entrado, pero sin hambre, eso sí, porque me dieron un bollo, en el periódico son mucho de darte un bollo bien dulce si te ven como hambriento, como a punto de quejarte porque tienes hambre.

Estaba ya lleno de angustia, no se me ocurría cómo desentrañar este misterio y, tras darle vueltas durante horas, llegué a una conclusión inevitable: necesitaba un muerto. Me dirigí al hospital y busqué a uno de nuestros médicos, uno de los que tenemos en nómina para que nos hagan informes favorables en los casos de disputa por prestaciones de los seguros de salud. Los cabrones son caros, no veas los médicos que aires tienen, lo que cobran, pero más caro es pagar una póliza, claro. Al primero al que localicé fue a Antonio, un cardiólogo, y le comenté todo el asunto. Me dijo que él no sabía nada, que cuando salía de allí algún muerto ya no sabía más de él, pero le vi muy interesado, y en un momento concreto me preguntó si los muertos seguían enfermando. Yo no lo sabía, pero le dije que sí, por deformación profesional, a mí me preguntan algo y yo respondo lo que quieren oír, si es mentira, miento, y si no lo sé, me lo invento. El cabrón se frotaba las manos pensando en lo que iba a ganar medicando a enfermos crónicos que no se morían, el negocio del siglo. Estaba tan contento que no me costó sacarle la información que necesitaba, le pedí que me dijera la habitación de alguien que estuviera solo y a punto de morir, un moribundo sin familia, y le dije que me iba a meter en la habitación y que, por favor, no nos molestara nadie.

No pasaron ni diez minutos y ya estaba yo ahí, encerrado con el moribundo. Me llevé algo de comida por si se alargaba la cosa, pero antes de medianoche el tipo hizo unos ruiditos y se murió. Me quedé mirándole muy atento, intentando ver qué pasaba, cómo es que de repente volvía a entrar la vida en él, pero no pasaba nada, Horas y horas, y no pasaba nada. Me quedé dormido hasta que me despertaron unos ruidos. Era el muerto, quitándose tubos. Se levantó de la cama y se quedó mirándome, como si no se atreviera a preguntar. No sé qué tipos de seres son, pero parece que llegan aquí un poco confundidos… yo aproveché la situación y le dije que no podía salir, que me habían mandado allí para quedarme con él porque estaban llamando mucho la atención y me habían pedido que le retuviera un tiempo en la habitación. Él asintió, pareció comprender. Estuvimos horas en silencio, hasta que empecé a notarle un poco raro. De repente, vi cómo empezaba a temblarle el brazo, así como te lo cuento, estaba sentado en la cama y le empezó a temblar el brazo, y él se lo agarraba, como conteniéndose, pero el temblor era cada vez más fuerte, más incontrolable, y ¡zas! Se levantó como un rayo, te lo juro, como un rayo, con el brazo en alto y empezó a salirle agua del dedo índice y a llenar todo el techo de goteras.

De verdad que me sabe fatal, a mi esto tampoco me gusta, pero te he sido muy honesto, mira todo lo que te he contado… Lo siento muchísimo, pero la póliza no cubre goteras ocasionadas por muertos vivientes, y ahora están todos los muertos por ahí haciendo goteras, y el perito nos ha confirmado que tu vecino es uno de ellos. Tendrás que hacerte cargo tú de la reparación.