Biografía
Nací un
lunes, 22 de Abril de 1985, recién
pasadas las 8 de la mañana, como si de comenzar la jornada laboral se
tratase. Las estrellas se equivocaron
conmigo, su predicción fue una gran chapuza, o tal vez desde aquel momento me
impregnaron de ironía… pero lo cierto es que pocas veces en mi vida he sido de
respetar horarios, y aún menos de cumplirlos. Tuve la suerte de tener una
infancia feliz, y la desgracia de no recordar apenas nada de ella, salvo la
sensación de que la inconsciencia de aquellos años en los que no conocí deseos
ni pesares me permitió asentar en mí los principios que marcarían el resto de
mi vida, y que la absurda realidad jamás ha sido capaz de derrumbar; aunque en
ocasiones, estuvo a punto.
Mis años de
colegio fueron un suspiro y un grito ahogado, comenzaban con un Padre Nuestro y terminaban
con algún insulto de mis compañeros; más tarde, en el instituto, me ahorraría
el Padre Nuestro. Fui siempre un estudiante del montón, no destacaba pero
aprobaba sin esfuerzo, lo que me dejaba tiempo suficiente para cultivar mis
aficiones: el rol, pasar el día en la calle, y los videojuegos.
Después vinieron
los años realmente difíciles, comencé a estudiar biología en la Universidad de
Salamanca, y en mi segundo año de carrera, con 19 años, me metí de lleno en una
relación destructiva; mientras, el alcohol había ido convertido la de mis
padres en otra similar. Ya había descubierto los porros, pero en ese momento
empecé a utilizarlos como “elemento estabilizador”, y la broma duraría más de
una década. El tercer año de universidad fue el último, mi situación personal
se había vuelto insostenible y no podía encargarme de ella solo los fines de
semana, así que tuve que abandonar la biología (sin demasiado pesar, he de
admitir), y optar por algo que pudiera estudiar desde Palencia. La elección fue
Salud Ambiental, que suena muy bien, y es muy práctico, pero apenas he
trabajado en ello tres meses. Durante estos últimos años, el chico gordito y
tímido del instituto se había transformado en un hombrecito obeso que se
codeaba con camellos y ex presidiarios, cosas de la vida. Podría intentar
explicar ese cambio de mil formas, pero ninguna me convence, sencillamente fui
un idiota que se dejó llevar. Y por fin llegó el gran cambio.
Tenía 23 años, y
estaba harto de todo, pero principalmente de mí, no me aguantaba. Así que lo
mandé todo a la mierda: novia, amigos, progresión profesional… todo. Y me encerré en casa. Por entonces comencé a
leer, más por matar el tiempo que otra cosa, y me dediqué a la queja y la
reflexión, aunque este estado no me duraría demasiado. Cuatro meses después el
alcohol terminó de matar a mi padre, y una vez digerida la nueva situación,
despertó en mí un profundo sentimiento de responsabilidad: responsabilidad
hacia mi madre, responsabilidad hacia los demás, y responsabilidad hacia mí
mismo y mi vida. Dediqué los dos años siguientes a formarme como persona,
mientras aprendía de algún modo a “cuidar” de mi madre (es una mujer fuerte,
más que cuidados, necesitaba y necesita compañía). Entonces decidí quien quería
ser, y desde ese momento mi vida ha sido un laberinto incomprensible lleno de
callejones que, de forma aleatoria para mi razón, me acercan y me alejan de esa
persona que busco dentro de mí.
Pasados los 25
volví a la vida social, recuperé algunas amistades sanas y empecé a poner en
práctica todo aquello sobre lo que había teorizado. Fue un pequeño fracaso,
terminé pasando por el aro y trabajando de comercial para una aseguradora
durante algún tiempo… pero de todo se aprende, y esa experiencia me ayudaría en
futuros proyectos. La rutina diaria me alejaba de mis convicciones, la inercia
del ser social que empuja al espiritual hacia el abismo me ha traicionado
cientos de veces, y he cedido al instinto tan a menudo que me avergüenzo profundamente
de ello. Pero entre nube y nube, también pude ver el Sol: comencé con mis
labores de voluntariado, inicié un proyecto literario que incluía a multitud de
personas de mi ciudad, conocí gente nueva que me regaló horas de alegría que
poder alternar con las propias de angustia, y hasta tuve la suerte de vivir mi
propia historia de amor descorazonador, necesaria para todo romántico trágico
que se precie. Así, poco a poco, a los 31 estaba ya establecido en algunas de
mis convicciones, trabajando por y para ellas, sin ser el hombre que esperaba
pero pareciéndolo en ocasiones.
La lógica dicta
que una biografía ha de llegar hasta el momento presente, pero ni la lógica ni
el tiempo me gobiernan. Como le dije a un policía hace tiempo: “solo me da
órdenes mi madre”. Así que seguiré. El tiempo comienza a pasar más rápido
cuando ya sabes qué hacer con él, y pronto me di cuenta de que me acercaba a
los 40 años. Seguía estancado en el camino hacia mí mismo, y mataba el tiempo
sobrante con mis actividades como proletario de las letras, “los parias de la
cultura” que decía un escritor de León cuyo nombre ya no recuerdo. Hacía ya
muchos años que había olvidado el ego del escritor, aparcado junto al ego del
educador, y me dedicaba a aprender lo que podía de aquellos a quienes tenía el
placer de inspirar y cuidar. Era una vida estable, con luces y sombras, pero
siempre supe disfrutar de los placeres tanto como de las torturas, así que todo
quedaba compensado. Pero “compensado” no era suficiente para mí, había luchado
mucho contra el tirano acusador de mi cabeza, y exigía de la vida algo más;
sobre todo cuando siempre dije que no pasaría de los cincuenta, fruto del pesimismo que me acompañó
fielmente, y de la observación de la esperanza de vida en los hombres de mi
familia, unido a mis breves estudios de genética.
A los 42 años
empecé a planearlo todo. Aprendí algunas
técnicas de supervivencia, confié mis proyectos a aquellos que me habían
acompañado desde el principio y a los que ya no tenía nada que aportar, para
que los convirtieran en suyos, y amenacé de muerte a la nueva pareja de mi
madre si se le ocurría dejarla sola o hacerle algún daño. Autoaprendizaje, gestión
de grupos, y la actitud fingida de un barriobajero, las tres cosas que mejor
había aprendido me sirvieron para dejarlo todo bien atado. Contaba 44 años
cuando comprendí que ya no era necesario en mi vida, y me sentía preparado para
salir en busca de aquel hombre que llevaba persiguiendo desde mi juventud, así
que hice lo que siempre soñé que haría: llené una mochila y me marché.
Atravesé pueblos
y ciudades, montañas y ríos, cientos de horizontes y miles de caminos. A cada
paso me iba diluyendo un poco más, retornando a la inconsciencia de la
infancia, a esa añorada carencia de deseos y pesares, hasta que un día, por
fin, me agaché a beber agua en un lago, y ahí estaba, era él. Nunca nadie más supo de mí, ni siquiera yo.