La noche
anunciaba, con su milenario idioma de sombras y susurros, los peligros ocultos
bajo su manto de oscuridad; apenas interrumpido por una luna que, temerosa, se
refugiaba tras las feroces nubes de tormenta. Era una de esas noches en que
sabes que algo horrible va a ocurrir, y sólo puedes esperar estar equivocado,
aun sabiendo que no lo estás. Esta sensación no podía por menos que agravarse
cuando, quien contemplaba la noche, lo hacía a través de las rejas que
adornaban el pequeño ventanuco de su celda. Un hombre infinidad de veces
juzgado, aunque sólo una de ellas condenado, miraba hacia las estrellas con la
tristeza de quien observa por última vez algo precioso; de pronto, llegó el
momento que esperaba, y pudo sentir como su celda se hacía cada vez más
pequeña.
Al sentir tan
próximo su final, no pudo evitar recordar el incidente de aquella tarde. Se
encontraba en el patio, dirigiéndose hacia el lugar en el que siempre se
sentaba a esperar que llegara el momento de volver a su celda; su “acogedor
adosado en el infierno”, como él la llamaba. El nuevo preso estaba sentado
exactamente en ese mismo lugar. Había oído hablar de él, era un reconocido
sicario al que habían atrapado después de un despliegue policial que había
merecido la apertura de todos los noticiarios del día en que lo cogieron. “Es
un infierno extraño, no hace calor, y más que diablos, hay pobres diablos; pero
este tío… sus ojos buscan el fuego, y si no lo encuentra, él mismo lo creará
frotando su puño izquierdo contra su corazón” pensó mientras se sentaba junto
al nuevo presidiario, tal y como si no hubiera nadie allí. El sicario le
observó sin disimular su desprecio durante algunos segundos, y cuando hubo terminado
su teatral análisis, dijo:
—Tú no eres nadie, menos que nadie, sólo una mosca que me molesta
con su zumbido. Lárgate de aquí.
—Deberías estar acostumbrado al zumbido de las moscas, amigo, ya
que no eres más que un pedazo de mierda —respondió, sin mirarle siquiera a la
cara. Aunque no le veía, pudo imaginar sus labios frunciéndose, a la par que
sus ojos se abrían, como si pensaran que saltando de sus cuencas borrarían la
ofensa.
—Estás muerto —susurró el asesino, como quien revela un secreto.
—Lo sé. Morí hace dos años.
Ninguno de los
dos dijo ni una palabra más. Supo que ese hombre le mataría. Lo supo por que no
le gritó, ni le golpeó. Lo supo y no sintió nada.
De vuelta en la
celda, frente a la ventana, escuchó los pasos que se acercaban suavemente hacia
él. Esperó con ansiedad el momento, y sólo al ver como una mano aparecía desde
su espalda empuñando un cuchillo, el cual se clavó con descarada
profesionalidad en su corazón, comprendió que no estaba preparado para morir. Pero
ya no podía hacer nada por evitarlo.
Sus últimos
segundos de vida los dedicó a recordar la noche en que su camino se torció
irremediablemente. Apoyado contra la pared, mientras una lágrima caía
lentamente, dispuesta a desaparecer en el mar de su propia sangre, susurró al
oído de alguien que no estaba allí: “Sabes que si pudiera cambiaría todo lo que
pasó aquel día, pero nadie puede hacerlo; y yo menos aun, porque estoy muerto.”
Francisco entró
en el comedor visiblemente alterado. Su hermano Rubén se encontraba sentado en
el sofá, junto a la madre de ambos, mientras que el padre daba suaves cabezadas
en el sillón contiguo, a la par que intentaba mantener la atención en el
programa de televisión que estaban viendo.
—Tengo una buena noticia —dijo Francisco, sonriendo alegremente.
—¿Qué ocurre? —preguntó su madre, con gesto de preocupación.
Incluso ante la expectativa de una buena noticia, era incapaz de evitar
preocuparse. “Por si acaso oye, nunca se sabe.” como ella solía decir.
—¡Le han matado! ¡Al hijo de puta ese le han matado anoche en la
cárcel!
Hubo unos
segundos de silencio, que se interrumpieron con los primeros sollozos de la
madre. Francisco y su padre acudieron a abrazarla, y en ambos podía verse
claramente esa ridícula mirada de orgullo contenido, que tan a menudo va
acompañada de una pose de fingida nobleza; el típico gesto de aquellos hombres
orgullosos de hazañas en las que de ningún modo han sido partícipes.
El hermano
mayor, Rubén, acarició suavemente el pelo de su madre, a la vez que dirigía a
su padre una mirada tremendamente significativa; precisamente, porque no
significaba nada. Se levantó del sillón y salió del comedor. Lo siguiente que
escucharon en la casa fue la puerta de la calle al cerrarse.
Rubén caminaba
con la mirada perdida, pero con una dirección claramente definida. Al cabo de
unos tres minutos, en los que su mente fue dando saltos de una idea a otra, absolutamente
incapaz de completar ningún pensamiento con claridad, paró delante de un portal.
Esperó algunos segundos frente al telefonillo, sin saber muy bien qué esperaba
exactamente, hasta que finalmente llamó al timbre.
—¿Quién es? —susurró una voz de mujer.
—Rubén.
—Sube, por favor.
El joven ignoró
las puertas abiertas del ascensor, y prefirió subir andando los cuatro pisos
que le separaban de su destino, retrasando inconscientemente un momento al que
desearía no tener que enfrentarse nunca. Cuando llegó al cuarto piso, la puerta
de la derecha estaba abierta, y una mujer de unos cincuenta años, de cuerpo
robusto y mirada frágil, le esperaba tras ella.
—Pasa, cielo —dijo la mujer, con un tono que parecía
de súplica.
Rubén había
escuchado muchas veces ese tono en la mujer, demasiadas, y nunca se
acostumbraría a el. Pensaba en ello mientras avanzaba por el pasillo y entraba
en el salón, en el que tantas veces había jugado cuando era un niño. Ambos se
sentaron en un viejo y raído sofá, el cual constituía toda la decoración de la
gris habitación, junto a la mesita que sostenía el omnipresente televisor.
Rubén comenzó a hablar con la voz entrecortada.
—Acabo de enterarme María. Lo siento muchísimo.
—¡Hemos sufrido tanto! ¡Tantísimo! —gritó María entre lágrimas,
dando rienda suelta al dolor que hasta entonces había contenido— Al menos él ya
no sufrirá más. Él es quien más ha sufrido de todos, y sé que no debería
decirte eso a ti, por que tú también has sufrido muchísimo, pero él, además de
todo, ha tenido que cargar con la culpa. ¿Te conté lo que me dijo la última vez
que le vi en prisión? Yo le dije: “No te martirices, hijo mío, tú no tienes la
culpa”. Y el me respondió: “¿Qué no? ¿Acaso no la ves? La culpa es una ramera
que se aferra a mi espalda clavando sus afiladas uñas en mi cuello. Me está
desangrando, madre, me está desangrando”. Ya sabes como le gustaba hablar a
veces de ese modo tan extraño. “¡Déjate de tonterías y estudia!” le decía yo
cuando me hablaba así, ya de pequeño. Si le hubiera apoyado, en lugar de
abroncarle, tal vez ahora sería un cantante, o un poeta, o… o… cualquier cosa,
pero no estaría muerto. O tal vez sí, quién sabe, ¡Pero habría muerto siendo
feliz! Y no un desgraciado como lo fue toda su vida, por mi culpa; y la de su
maldito padre, al que ojalá Dios guarde en su gloría, porque seguro que allí no
le veré jamás.
—¿Sabes qué recuerdo yo, María? —Rubén rodeó con su brazo derecho
los hombros de aquella mujer desecha, mientras inclinaba la cabeza, buscando
unos ojos que se escondían en el suelo—. Recuerdo todas las tardes que pasé
riendo junto a él. Recuerdo todas las veces que me ayudó, y todas las que yo le
ayudé. Recuerdo cuanto le quería mi hermana… Y no pienso dejar que olvides nada
de eso.
Tras estas
palabras, Rubén comenzó a contar una anécdota tras otra, y pasó varias horas
recordando al hijo de María; al hombre que siempre fue su mejor amigo, y al que
todos culpaban de la muerte de su hermana. Cuando anocheció, Rubén se despidió,
asegurándose de que a la mañana siguiente María le esperaría para ir juntos al
funeral.
Mientras volvía
a su casa, refugiado en la oscuridad que una vez más reinaba implacable, como
si nada en el mundo hubiera cambiado o pudiera cambiar, Rubén se permitió por
fin derramar algunas lágrimas. Al llegar a casa, entró al comedor y encontró a
su familia cenando frente al televisor. Su plato estaba servido junto a la
silla vacía. Se sentó sin decir ni una palabra y comenzó, sin muchas ganas, a
comer el plato de sopa de verduras que no estaba ni frío ni caliente.
—¿Dónde has estado? —dijo su hermano, con mal disimulada
inocencia.
—Has estado en su casa, ¿Verdad? Con su madre, en vez de con la
nuestra —insistió Francisco, ante el silencio de Rubén.
—Ha perdido a su único hijo, no le queda nadie más, ¿Tan mal te
parece que haya ido a verla?
—Si lo hubiera educado mejor, no habría perdido a su hijo. Ni
nosotros a nuestra hija — El padre tomó parte en la discusión, con un tono que
normalmente indicaba el final de la misma.
—Sí, es mucho más fácil culparles a ellos. Pero lo cierto es que
nadie obligó a Cristina a montar en ese coche.
—¿Así que fue culpa nuestra?
—¡No fue culpa de nadie! O lo fue de todos. No lo sé. Murió, y no
debería haber muerto. Eso es lo único que sé. Y hoy a muerto la única persona
que la hizo feliz. Y eso sí puede que sea culpa nuestra.
—Entonces se ha hecho justicia —masculló el hermano, hablando como
por inercia, pero reflejando una inseguridad absoluta.
—¿Justicia? La única forma de hacer justicia es volver al momento
en que murió nuestra hermana, y evitarlo. ¿Sabes hacerlo? ¿No, verdad? Entonces
no me hables de justicia.
—¡Hablaré de lo que quiera!
—¡Callaos de una vez! —dijo la madre de ambos, esforzándose por no
empezar de nuevo a llorar. Ambos dejaron de lado la discusión y volvieron a
ceder el peso de la conversación al anestesiante zumbido del televisor.
Cuando Rubén terminó
su plato, se dirigió a la habitación que compartía con su hermano y se enfundó
los auriculares, al mismo tiempo que cerraba los ojos con fuerza, intentando no
pensar en nada. Apenas pasaron unos minutos antes de que sintiera que alguien
encendía la luz. Se disponía a reprender a su hermano por molestarle, cuando
vio que quien se encontraba frente a él, con gesto de gravedad, era su madre.
—¿Ocurre algo, mamá?
—No, es sólo que… ya eres mayor, y sabes que cada persona afronta
el dolor como mejor puede. Tu hermano necesita culpar a alguien de la muerte de
tu hermana, y tu padre… tu padre necesita no culparse a sí mismo.
—Lo sé. Yo no soy ningún ejemplo. Era mi mejor amigo y, cuando más
me necesitaba, no quise ayudarle. Yo también le culpaba de lo ocurrido. Por eso
terminó en la cárcel. Después del accidente en que murió Cristina, todos
sabíamos que acabaría mal. Sólo era cuestión de tiempo, esa era la vida que llevaba
antes de encontrarla; y cuando la perdió, tuvo que refugiarse en lo único que
había conocido antes del espejismo de una vida feliz. Y ahora está muerto, la
culpa le ha matado, la suya y la nuestra.
—Pero eso es normal, hijo, todo el mundo necesita culpar a alguien
cuando sucede algo malo.
—¿Y es que nadie necesita perdonar? ¿Perdonarle a él? ¿Perdonarnos
a nosotros?
—Perdónale tú si quieres, pero nadie más lo hará en esta casa.
—Yo ya lo he hecho.
—¿Y ahora qué sientes?
—Culpa.
—Por eso nadie más va a hacerlo.
La madre salió
de la habitación, dedicando una tierna mirada de compasión a su hijo, antes de
apagar la luz y cerrar la puerta para volver frente a los imaginarios problemas
del televisor, que ahogaban los problemas reales de su vida. Rubén se quedó
sólo en la habitación, apretando la almohada contra su rostro para ahogar los
entrecortados sollozos que acompañaban a sus lágrimas. Lloraba por su hermana
muerta, por su amigo muerto, por una familia que no sentía como suya; y sobre
todo, lloraba porque creía ser el culpable de todo.
"Porque un alma que alberga sentimientos viles no brilla, y un alma sin brillo es un tiempo marchito para quién lo soporta (...) Porque un alma que mora en la sala de los pasos perdidos, es la furia vencida, cáscara vacía de un dolor exacto" Manolo García.
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