Llevaba algo más
de dos horas caminando sin saber hacia dónde, cuando mis piernas dijeron basta
y decidí sentarme en un agradable banco de madera. El banco estaba refugiado a
la sombra de un majestuoso castaño, como un padre que protege a su hijo, aun
cuando este ha sido cortado, hecho trocitos, pintado, y vuelto a reconstruir en
una forma que nada tiene que ver con la original. Mi mente, más cansada de lo
habitual, se vio seducida por esta idea, y antes de darme cuenta me encontré
divagando acerca de qué haría yo si cogieran a un hijo mío y lo convirtieran en
otra cosa. “Cambiarlo de escuela.” Concluí, con una sonrisa tan cansada como
mis piernas. Mientras pensamientos como este ocupaban mi mente, vi acercarse
hacia mí a un viejo compañero de clase, que corría como si le debiera dinero al
diablo. “¡Alfonso!” Grité, esperando, en el fondo, que no me oyera. Alfonso
giró la cabeza a la vez que entornaba los ojos, mirando en la dirección en la
que yo me encontraba, y suspiró decepcionado al verme; aunque, por desgracia,
eso no le impidió acercarse a mí.
—¿Has visto pasar a un niño por aquí? —dijo, con la respiración
entrecortada.
—¿Un niño? No, lo siento, acabo de llegar. ¿Es tu hijo? —respondí,
por cortesía.
—¿Mi hijo? Dios me libre, es uno de mis trabajadores. Verás… él…
no debería estar aquí, pero mi mujer… ¡Maldita caprichosa! Qué no haremos por
las mujeres, en fin, es una historia muy larga. ¿No le has visto entonces?
—No, no le he visto. Pero tal vez te haya oído mal, me pareció
entender que buscabas a un niño, sin embargo acabas de decir que buscas a uno
de tus trabajadores. Perdona la confusión, es que estoy muy cansado.
—Has entendido perfectamente, he montado una fábrica en Haití, o
en La India… no
sé, en algún sitio de esos con muchos niños. Si pudieran, exportarían niños;
pero como no pueden, los venden allí mismo. De no ser por mí, se morirían de
hambre, todos ganamos. Deberían ponerle mi nombre a una de sus sucias calles —dijo
todo esto mirándome a los ojos, realmente orgulloso de ello.
—¿Y qué fabricas? —acerté a responder, mientras intentaba ocultar
mi desprecio.
—Fabricamos arte. Hacemos arte en cadena. Según va pasando el
lienzo frente a ellos un niño hace un trazo por aquí, otro un trazo por allá, y
cuando llega al último de ellos, el cuadro ya está terminado. Se venden como
rosquillas. Con las esculturas lo mismo, le damos a cada uno un martillo y un
cincel y va pasando frente a ellos un bloquecito metálico, golpean donde mejor
les parece y al final de la línea quedan obras dignas de un artista de primer
nivel. Es muy cansado, pero también es divertido. Para ellos es como jugar, es
lo que siempre me dicen los directores de la fábrica, ¿Y quién va a conocer
mejor a los niños, después de pasar juntos 14 horas al día? Les pagamos por
jugar, el día menos pensado me harán una estatua. Pero bueno, no hace falta que
pongas esa cara, ya sé que no comprendes ni la mitad de lo que te digo; perdona
que sea tan claro, pero nunca fuiste muy listo. Me voy a ver si encuentro al
condenado niño antes de que me meta en más líos. Adiós.
Sólo fui capaz
de hacer un gesto con la cabeza a modo de despedida, mientras intentaba
asimilar lo que acababa de escuchar. Aun sin tiempo de reaccionar, un policía
apareció de la nada y me preguntó, con fingida cortesía:
—Disculpe caballero, ¿Ha pasado un hombre con traje corriendo por
aquí?
—No —respondí, confuso—. No exactamente. Ha llegado corriendo
hasta aquí, se ha parado un rato a hablar conmigo, y ha seguido corriendo de
nuevo. Pero no ha pasado corriendo.
—¿Intenta burlarse de mí?
—Jamás se me ocurriría.
—Ya veo, ¿Y de qué han hablado?
—De arte.
—¿De que tipo de arte?
—No me ha quedado muy claro, no soy especialista en arte.
—¿Y no le ha hablado de un niño?
—¿El artista?
—¿Qué artista?
—Pues el niño.
—¡Cállese! Ahora mismo se viene conmigo a comisaría.
No supe lo que
ocurría hasta que el odio en sus ojos me hizo reaccionar. Decidí dejar de
pensar por unos minutos, para poder contestar correctamente a las preguntas.
—Perdóneme señor agente, ha sido un malentendido, es que estoy muy
cansado —recité, con la mejor de
mis sonrisas—. ¿Podría repetirme la pregunta?
—El hombre que pasó corriendo —dijo, mirándome con desconfianza—. ¿Le
habló de algún niño?
—Así es, estaba persiguiendo a un niño que tiene como empleado en
una fábrica en Haití, o en La
India.
—¿Por dónde se fue? Es de vital importancia que lo atrape.
—¿Para rescatar al niño?
—No, el niño pasará unos meses en algún lugar de acogida, y después
lo devolveremos a Haití, o a La
India.
—Pero allí volverán a explotarle.
—Ese no es mi problema, el sistema es así.
—¿Entonces va a meter a Alfonso en la cárcel?
—¿Quién es Alfonso?
—El hombre a quien persigue.
—No, por este delito no tendrá pena de cárcel, pero le caerá una
buena multa.
—¿Y no cree que explotará a más niños para pagar esa multa?
—Ese no es mi problema, el sistema es así.
—¿Y cuál es su maldito pro… —Una alarma sonó en mi cabeza:
“Idiota, estás empezando a pensar de nuevo, para o terminarás mal”—. Perdone,
¿desea algo más?
—Sí, ¿Por dónde demonios se fue ese hombre?
—No tengo ni idea, no me fijé —respondí mirando al suelo, para que
no leyera la mentira en mis ojos.
—¡Será posible! —Gritó, alejándose mientras murmuraba educadamente.
Hasta que no
perdí de vista al policía y estuve seguro de que no volvería, no pude relajar
la tensión de mi cuello y respirar aliviado. Deseaba que Alfonso pagara por lo
que estaba haciendo, pero no a costa del sufrimiento de más niños ¿De qué
serviría eso? Un tipo realiza una mala acción aquí, y lo pagan miles de niños al
otro lado del mundo; mientras el culpable invita a una mariscada a los hijos de
sus amigos, para celebrarlo. Podía imaginarle con los dedos hinchados,
sorbiendo la pata de una nécora mientras alardeaba frente a sus amigos: “Algún
día me harán una estatua”. Espero que así sea, y que la esculpa en diamante una
mano tan experta, que quede reflejado en ella todo el desprecio que siente por
ti el artista, para tu eterna vergüenza y la de todos los hombres como tú. En
este tipo de pensamientos me hallaba inmerso cuando vi aparecer ante mí a un
hombre con un vestido horrible.
—¿Ha pasado por aquí un policía? —preguntó, con el aplomo
inconfundible de aquellos que están acostumbrados a ser escuchados.
—¿Quién es usted? —respondí, cada vez más cansado y confundido.
—Mi identidad no es relevante, pero mi profesión es la de salvaguardar
la justicia, soy juez —dijo, altivo, como si su respuesta debiera
impresionarme.
—¡Por fin! —exclamé aliviado— viene usted a salvar al niño y
condenar a Alfonso, ¿Verdad?
—¿Qué niño? ¿Qué Alfonso? Yo persigo a un policía que abofeteó a
un ciudadano ejemplar al que acusaba de pederastia y asesinato sin pruebas
concluyentes.
—¿Abofeteó a un inocente?
—En realidad no, más tarde éste policía obtuvo las pruebas
concluyentes; pero eso ya no es relevante, porque evidentemente las pruebas ya
no eran válidas. El ciudadano ejemplar, pederasta y asesino le ha demandado. Le
espera una buena.
—¿Y usted es el encargado de salvaguardar la justicia?
—A mí me corresponde ese honor.
—¿Qué es la justicia? -pregunté, casi como en un susurro.
—La justicia es el debido cumplimiento de la ley.
—Es usted un idiota, y tengo pruebas concluyentes.
—¿Cómo dice?
—Digo que ha pasado un policía por aquí, pero no es el que usted
anda buscando. Se llevaría bien con él. También era un idiota.
—¡Cómo se atreve! —gritó, indignado, antes de seguir con su
búsqueda.
La respuesta del
juez incrementó mi grado de confusión. ¿Qué demonios tenía que ver la justicia
con la ley? La ley cambia cada día, mientras que la justicia es inmutable. La
ley la conocen las abogados; la justicia, la reconoce todo hombre que no se
mienta a sí mismo. ¿Pero de que me extrañaba? ¿Acaso no lo había sabido
siempre? En un mundo en el que por cada verdad hay mil mentiras, y por cada
sabio mil idiotas, a nadie puede sorprender que la ley sea injusta; y la
justicia, ilegítima. Y cuando pensaba que mi opinión sobre los hombres no podía
ser peor, alcé la vista y me encontré un político.
—¿Y usted, qué ha venido a hacer aquí? —pregunté, con un atisbo de
esperanza.
—¿Yo? Nada. Disculpe que no me detenga, he quedado para comer con
Alfonso.
Mientras el
político pasaba de largo, me di cuenta de que ya no quería seguir en aquel
lugar, así que me levanté del banco, dispuesto a volver por donde había venido.
Apenas llevaba un par de metros andados, cuando escuché una risa proveniente
del enorme castaño. Un niño salía de detrás del árbol, sonriendo.
—¿He ganado? —preguntó, mirándome ilusionado, con esa mirada
típica de la infancia que cuando desaparece, lo hace para no volver.
—¿El qué?
—El juego, ¿He ganado?
—Aún no, te siguen buscando.
—¿Me ayudarás?
—Claro, si les veo diré que estás en otro sitio, para que no
vengan aquí.
—No, eso no sirve, no puedo vivir para siempre en el castaño.
Debes abrir los ojos y venir a ayudarme.
—Ya tengo abiertos los ojos, y estoy aquí para ayudarte.
—¡Mentiroso! Eres como los demás. Cierra los ojos y ábrelos de
nuevo.
El niño se
volvió a esconder, llorando, tras el árbol. Yo me quedé inmóvil, sin saber que
hacer. “¿Cerrar los ojos y volver a abrirlos? ¿Qué puedo perder?” Cerré los
ojos. Al volver a abrirlos, casi no podía creer lo que ocurría. Yo me
encontraba en el sofá de mi casa, frente al televisor, en el que se emitía un
documental acerca de la explotación infantil. La imagen se congeló con un
primer plano de un niño que se afanaba por coser unas playeras; el niño,
desconsolado, miró directamente a la cámara, y con tono lastimero repitió: “¿Me
ayudarás?”
La realidad está ahí, sólo hay que querer verla.
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