La democracia,
según los demócratas, es un sistema político basado en la idea principal de que
el poder reside en el pueblo. Como todo sistema que goce de cierta madurez,
reconoce en su organización la posibilidad de que se cometan errores, y prevé
mecanismos para la corrección de los mismos. En las democracias occidentales,
estas herramientas son básicamente dos: La vía judicial, y la acción social.
La vía judicial
es, en teoría, accesible para todos los ciudadanos, a los que considera iguales
ante la ley. Cualquier ciudadano perteneciente a un Estado de Derecho tiene la
posibilidad de acudir a la
Justicia para denunciar actitudes que atenten contra la ley,
ya vengan de parte de otro ciudadano, o del Estado mismo. Sobre el papel, es
una solución aceptable, pero llevada a la práctica tiene dos grandes problemas:
La falta de preparación del grueso de los ciudadanos en materia judicial, y el
gran periodo de tiempo necesario para obtener una resolución firme. La vía
judicial será una herramienta para el ciudadano en la lucha contra los abusos
de poder cuando se incorporen a la educación básica los conocimientos
necesarios, y se busquen medidas que agilicen los procesos de mayor urgencia;
mientras tanto, sólo sirve para un puñado de ciudadanos y una serie de problemáticas
menores, ya que para cuando se resuelven las mayores, generalmente el daño ya
está hecho. Reparación no es Justicia.
Por otro lado, la
acción social comprende un amplio espectro de métodos, tan variados y efectivos
como puedan serlo las personas que los llevan a cabo. Existen diversos
movimientos dedicados a solucionar problemáticas locales, asumiendo
responsabilidades que le pertenecen al Estado, y llevándolas a cabo de forma
anónima y desinteresada. Todas estas
iniciativas merecen, sin duda alguna, el aplauso del conjunto de la
sociedad; pero ni atacan la raíz de los problemas (queremos soluciones
duraderas, no parches que se desgasten al agotarse la voluntad), ni tienen el
recorrido necesario como para servir de alivio a los grandes problemas en los
que un Estado, por acción u omisión de sus dirigentes, puede verse inmerso.
Pero además de todas estas iniciativas, la acción social incluye también una
herramienta de presión para exigir soluciones consensuadas por el conjunto de
la población ante los caprichos de aquellos que consideran al Estado su patio
de recreo particular, aunando voces dispersas que se convierten en un poderoso
y autoritario grito. Esta herramienta es la manifestación, o debería serlo. El
pueblo y sus gobernantes consideran las manifestaciones como un acto en el que
se expresa la voluntad de un conjunto de la población, más o menos amplio,
dependiendo del tema a tratar. Son, en apariencia, la mejor arma del ciudadano
contra la tiranía del poder.
Pero, ¿Qué
consecuencias tienen realmente las manifestaciones? Dejo para los amantes de la
estadística la recopilación de datos (y manipulación de los mismos), que sean
ellos quienes basándose en ideas preconcebidas demuestren una cosa o la
contraria. Yo, como amante de las sensaciones, será de esto de lo que hable; y
la sensación más ampliamente generalizada es que las manifestaciones no cumplen
con su cometido. La gente se une, se desahoga, y al día siguiente vuelve a la
rutina (instituto, universidad, trabajo, cumplir con la ley, pagar sus
impuestos, olvidar que una vez soñaron…); esto lo saben los manifestantes, y lo
saben los gobernantes. Esa es, salvo en contadas excepciones, la función de las
manifestaciones: Una gran obra de teatro en la que se alivian frustraciones, a
pesar de que ambas partes implicadas son conscientes de que el día siguiente a
la manifestación será igual al anterior. Esta particular forma de utilizar las
manifestaciones las aleja de su función, pervirtiéndolas de tal manera que
terminan por convertirse en una herramienta para el poderoso: Por una parte, el
ciudadano que sale a manifestarse vuelve a su casa, generalmente, con la
sensación de haber cumplido con su deber, aunque no haya conseguido nada; por
la otra, el gobernante recibe un aviso acerca del sentir del pueblo, que le
sirve para saber cuánto más puede exprimirlo sin ver peligrar su posición.
Para limitar el
poder de los soberanos y minimizar el daño que un mal gobernante provoca a su
pueblo, es necesario reinventar el concepto de manifestación. Para ello,
debemos tener en cuenta que el valor del ciudadano para el gobernante, en el
mundo actual, es único y fácilmente reconocible: Su fuerza de trabajo, real o
potencial. En una sociedad en la que los impuestos se cobran directamente de
las nóminas, se vota una vez cada cuatro años, las fuerzas de seguridad están
presentes en cada rincón, y los medios de comunicación forman parte de grandes
conglomerados comerciales, la única posibilidad de desobediencia civil es negar
al Estado la posibilidad de usar tu fuerza de trabajo en su propio beneficio;
por tanto, esto es lo único que puedes hacer cuando, en conciencia, no puedes
participar de las acciones de aquellos que se autodenominan legalmente
“representantes del pueblo”. Esto limita el campo de acción de las manifestaciones,
dejando como única con carácter efectivo aquella que conocemos como huelga.
Pero la huelga
no escapa al problema genérico de las manifestaciones, sigue sin ser útil
porque tanto los huelguistas como los poderosos saben perfectamente que después
de un día, o poco más, volveremos a nuestros pupitres y puestos de trabajo.
Para que la huelga sea efectiva, el ciudadano ha de tener la capacidad de
subsistir hasta ser escuchado, así como la seguridad de que su acto de
desobediencia no acabarán pagándolo personas que dependan directamente de él.
Por este motivo, es necesaria una legislación que proteja al huelguista por
encima de intereses económicos y empresariales, así como la existencia de un
fondo común para emergencias (la supresión de la moral es una emergencia de
primer orden, catalizadora de muchas otras) que permita a los manifestantes
expresar su opinión sin miedo a que sus hijos se queden sin comida.
En resumen,
podríamos decir que todo sistema complejo que perdura, lo hace por su capacidad
para adaptarse a las nuevas situaciones. La democracia se ha contagiado del
amansamiento que las épocas de prosperidad han provocado en sus ciudadanos, y
ha dejado que sus herramientas de autocorrección se oxiden, quedando en una
situación en la que se ve incapaz de solucionar los problemas a los que se
enfrenta. El ciudadano de a pie ya no se siente partícipe de una democracia,
sino más bien atrapado en la dictadura de las “apariencias y lo políticamente
correcto”, siendo esto lo único que se le exige a los gobernantes. Es necesario
un cambio en la justicia, cuyo deber último es proteger al ciudadano por encima
de cualquier otro interés; otro cambio en la educación, que no debe formar
trabajadores cualificados, sino personas cualificadas; y un cambio inmenso, el
mayor de todos, en la sociedad, que ha de comprender de una vez que el poder
reside en el pueblo, y no en sus representantes.
Se puede decir más alto, pero no más claro. El diagnóstico es sabido, la pregunta obligatoria, qué soluciones y cómo, cuándo.
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