Un pequeño
conjunto de silenciosas máquinas ocupaba ahora el lugar que, apenas dos semanas
atrás, albergaba a casi un centenar de bulliciosos trabajadores. Roberto, el
encargado de mantenimiento, no podía evitar recordar con nostalgia los cercanos
días en los que hombres y mujeres iban de un lado para otro, mientras
contemplaba resignado el monótono trabajar de sus nuevos y mecánicos
compañeros.
No es que
Roberto echara de menos a los antiguos trabajadores; la extrema timidez del
encargado de mantenimiento era de sobra conocida por todos, y había provocado
no pocas bromas entre la plantilla. Lo que realmente añoraba era el efecto que
estos provocaban en él, y es que cada vez que uno de los trabajadores pasaba
junto a él, ya fuera alegre o enfadado, le saludara o ni siquiera le mirase,
Roberto inmediatamente dejaba volar su imaginación y convertía a ese empleado
en el protagonista de alguna increíble historia que explicase, del modo más
fantasioso posible, la actitud que mostraba.
Había pasado un
mes desde que uno de los trabajadores más antiguos de la fábrica, representante
de todo el colectivo, volviera a su puesto tras una intensa conversación con el
jefe de la empresa. Sus pequeños ojos verdes mostraban ese confuso punto de
indignación en el que, tan pronto podrían encenderse con un ígneo estallido que
diera rienda suelta a toda su rabia; como por el contrario, podrían comenzar a
brotar a raudales lágrimas de la más penosa resignación. Roberto, sin prestar
especial atención al lugar del que venía, o a donde se dirigía, retuvo con
firmeza en su mente la expresión de aquel rostro que le cautivó completamente,
y se mantuvo ocupado el resto de la tarde imaginando diferentes situaciones
para él.
Primero,
convirtió a ese trabajador en el líder de un gran grupo de revolucionarios, el
cual se hallaba a punto de llevar a término sus planes de asestar un golpe
definitivo al poder establecido, cuando acababa de recibir la noticia de que
las autoridades habían apresado a su bella esposa y a sus dos hijas. Enfadado y
dolorido, se debatía entre entregarse para que ellas estuvieran a salvo, o
seguir adelante con sus planes, lo cual les costaría la vida. Después, de
carismático líder revolucionario pasó a ser un desafortunado enamorado, quien
irremediablemente había perdido a la mujer objeto de todos sus deseos y
sentimientos, quedando en una situación en la que sólo contemplaba dos
opciones: Una de ellas era revelarse ante Dios quitándose la vida por la injusticia
con que había sido tratado; la otra,
vagar por el mundo hasta encontrar un lugar en donde tener a Soledad como única
compañera, y a Muerte por anhelada amante.
Y así, historia
tras historia, el pobre hombre al que acababan de comunicar su despido y el de
la mayor parte de sus compañeros, además de revolucionario y amante, fue
también para Roberto ladrón, filósofo y vagabundo.
A lo largo de
estas dos semanas Roberto había tenido que ocupar todo su tiempo en aprender
sus nuevas tareas, cuyo número y complejidad habían incrementado considerablemente,
y no hubo tiempo ni motivo para soñar despierto. Pero esta tarde, por primera
vez desde que se diera su nueva situación, se encontraba sentado en su puesto
sin nada que hacer y sin nada en lo que pensar. Fue entonces cuando recordó una
conversación que había tenido hacía un par de horas con su jefe, en la cual,
éste le había dicho que tenían una reunión muy importante esta tarde y que él
también sería llamado para consultarle acerca de algunos asuntos. Más aburrido
que triste, hizo algo que no había hecho nunca antes hasta ese momento, y
decidió convertirse en protagonista de sus historias, comenzando a construir la
siguiente:
Roberto se
encontraba sentado en su lugar de trabajo cuando, de pronto, la puerta se abrió
con un sonoro golpe y por ella entró su jefe, con el traje descolocado, el
rostro enrojecido y otros evidentes signos de fatiga.
―Rápido Roberto, ha llegado el momento, te están esperando ―dijo
el jefe, agarrando suavemente el brazo de su empleado con contenida
impaciencia.
Roberto sacó una
carpeta roja del carcomido cajón de su mesa y acompañó al jefe, con paso firme
y semblante serio, hasta la salida de la fábrica donde les esperaba una
interminable limusina negra rodeada por cuatro coches de las fuerzas de
seguridad del Estado. La limusina y su séquito se pusieron en marcha y
atravesaron a toda velocidad una autopista que estaba cerrada al tráfico,
excepto para ellos, llegando en pocos minutos a un estadio de fútbol que se
encontraba a unos seis kilómetros de la ciudad. Esos minutos los aprovechó
Roberto para ojear unos cuantos folios que había sacado de la carpeta roja,
mientras su jefe le observaba con timidez y admiración. Al llegar al estadio,
bajaron de la limusina y contemplaron ante sí una enorme pancarta que ocupaba
toda la fachada central y en la que podía leerse: “Primer encuentro de todas
las Naciones para la construcción del Nuevo Mundo: Hoy expone sus ideas
Roberto”.
Ocho
guardaespaldas uniformados bajaron de los coches que acompañaban a la limusina
y rodearon a Roberto, dirigiéndole al interior del estadio; y de ahí, a una
plataforma situada en mitad del campo, llena de cámaras en las que se podían
distinguir los logotipos de los principales canales de televisión de todo el
mundo. En medio de la plataforma se alzaba, solitario, un atril que contenía un
pequeño micrófono. Cuando Roberto se quedó solo frente al atril, el público
reunido en el estadio, que hasta ese momento había aplaudido sin cesar, guardó
un respetuoso silencio, y entonces Roberto comenzó con su discurso:
“Queridos
compañeros de viaje en esta vida que ansiamos comprender y por este mundo que
deseamos mejorar, gracias por concederme vuestro valioso tiempo. A lo largo de
las últimas semanas han desfilado por escenarios como este gran cantidad de
hombres y mujeres, todos ellos con una inteligencia envidiable y una
preparación inmejorable. Unos han hablado del comunismo, el socialismo, el
capitalismo, el liberalismo…; otros, de materialismo, existencialismo,
humanismo, nihilismo…; y algunos más, de cristianismo, islamismo, budismo,
judaísmo… Pero, por suerte o por desgracia, yo no poseo ni una inteligencia
envidiable ni una preparación inmejorable, así que no les hablaré de ninguna de
esas cosas.
Yo soy un hombre
sencillo, el encargado de mantenimiento de una mediana empresa, así que no
esperen que les deslumbre con mis conocimientos de historia, teología, filosofía
o acerca de los nuevos cambios en la situación geopolítica; es más, ni siquiera
estoy seguro de saber que significa esto último. Pero hay una cosa que sí sé:
Sé que no estamos haciendo las cosas bien. No es necesario que enumere la
interminable lista de males que aquejan al hombre de hoy, todos los conocemos
porque, en mayor o menor medida, los estamos sufriendo. Lo que parece que no
conseguimos identificar son las causas, si no resulta incomprensible que
repitamos una y otra vez los mismos errores. Pero si alguien tan sencillo como
yo puede ver claramente esas causas, la única conclusión a la que puedo llegar
es que la inmensa mayoría de la población, o no quiere reconocer que tiene
parte de culpa, o realmente no desea cambiar la situación.
Como sé que es
muy difícil reconocer la propia culpa, pero también sé que esto resulta más
fácil cuando es compartida entre varios y además reconocida por alguno de los
culpables, estoy aquí esta noche, amigos, para reconocer ante vosotros mi
culpa. Así, con la esperanza de que os veáis reflejados en mí, y de que mis
palabras os animen a reconocer también vuestra culpa y a proponeros enmendarla,
yo me acuso:
Soy culpable de
crueldad e indiferencia, por saber que hay hombres, mujeres y niños muriendo de
hambre y sed cada día, y no haber hecho nunca nada por cambiar su situación,
más allá de puntuales donaciones que acallan mi conciencia.
Soy culpable de
hipocresía, por exigir para mí lo que no exijo para los demás.
Soy culpable de
asesinato, por no hacer más que tímidas protestas y aspavientos cuando mi país
apoya una guerra, mientras con mis impuestos sigo financiando su ejército.
Soy culpable de
vanidad, por creer que mi vida es más importante que la de otros.
Soy culpable de
robo y explotación, por consumir productos construidos con materiales pagados a
precios ridículos en países pobres y elaborados por trabajadores sin derechos.
Soy
culpable de avaricia, por amontonar en casa o en el banco el dinero que gano y
no necesito, mientras en mi propia ciudad hay gente durmiendo en la calle.
Soy culpable de
simplismo e idiotez, por creer lo que una y otra vez me repiten todos aquellos
que ocupan los puestos más altos de la pirámide y no quieren que la situación
cambie.
Soy culpable de
engaño, porque me engaño a mí mismo negando la realidad para sentirme mejor, y
engaño a los demás con mi actitud falsa e interesada de complacencia.
Y, por
último, soy culpable de conformismo, por creer que no puedo hacer nada en
relación con todo lo anterior.
Todas estas, y
tal vez algunas más, son mis faltas. Hoy, desde aquí, me comprometo a
remediarlas, porque no podemos pretender cambiar el mundo si no empezamos por
cambiar todos y cada uno de nosotros. Así, yo no os pido que arreglemos el
mundo encomendándonos a un Dios o un ideal, os pido que lo hagamos a través de
nosotros mismos. Y para esto sólo necesitamos dos cosas, y ambas están al
alcance de cualquiera: La primera, sinceridad. Sinceridad con nosotros mismos y
con nuestros semejantes, para no repetir los errores del pasado. La segunda,
respeto. Respeto hacía nosotros mismos y hacía todos los demás, porque ¿Qué
importa si lo llama Buda, Dios, Allah, Marx, Nietzsche, Darwin o cualquier
otro? Lo importante no es lo que una persona cree, si no lo que hace; y si todos
hacemos lo que debemos, no hay razón para pelearnos. Poned como base la
sinceridad y el respeto, y después llamadlo como queráis, si es que realmente
necesitáis llamarlo de algún modo. ¡Sería tan fácil que todos viviéramos en
paz!”
―Roberto, acompáñame, le estamos esperando ―Resonó una voz grave
en los oídos del encargado de mantenimiento, cuando éste empezaba a imaginar
como el público de su fantasía comenzaba a aplaudir tímidamente su discurso.
Roberto se
levantó de su asiento y comenzó a caminar tras su jefe, que avanzaba con paso
decidido hacia la sala de reuniones. La sala era pequeña, acorde con la
empresa; la decoración brillaba por su ausencia y todo el mobiliario se reducía
a una mesa central de dudosa calidad rodeada por ocho asientos. En el centro de
la mesa había un proyector de última generación, comprado con parte de las
indemnizaciones que se había escatimado a los antiguos obreros de la fábrica,
el cual proyectaba sobre un panel blanco situado en la pared del fondo una
gráfica en la que se representaba la reducción de gastos que se preveía con el
nuevo sistema de producción. Dos hombres permanecían sentados en la mesa y
observaban la gráfica cuando Roberto y su jefe entraron en la sala. Los dos
hombres parecían copias idénticas del jefe de Roberto: El mismo traje, el mismo
peinado, la misma expresión de autosuficiencia… El jefe ocupó su lugar en la
mesa y Roberto, que le había seguido por inercia, a punto estuvo de chocar con
él cuando éste se paró para tomar asiento. Sin invitar a Roberto a que se
sentara, el jefe comenzó a hablar:
―Muy bien, veamos… ¿Ha tenido algún problema con la nueva
maquinaría?
―No señor, ninguno ―respondió
Roberto.
―¿Hay alguna observación que
considere oportuno hacernos llegar acerca del nuevo sistema de producción?
―No señor, ninguna.
―Eso es todo, puede marcharse.
―Sí señor ―dijo Roberto, y a
continuación, salió del despacho y volvió a su puesto de trabajo.