Seis hombres se
encontraban reunidos en una amplia sala pintada del verde más cálido, casi
blanco, gracias al efecto de la luz que se introducía por los enormes
ventanales. El lugar reunía todas las condiciones que la ciencia aconseja para
favorecer una buena disposición de ánimo, circunstancia que oprimía
especialmente el corazón de uno de los hombres sentados a una “mesa redonda”,
que no era redonda del todo, ya que ni siquiera había mesa.
“Todos los problemas
del mundo pueden solucionarse con el color apropiado, ¡Por qué no se le habrá
ocurrido antes al ser humano! -Pensaba Héctor, mientras jugueteaba con el
pañuelo que cubría la gran cicatriz de su cuello- Como estamos desconsolados,
nos meten en una gran sala del color de la esperanza, ¡Y todo solucionado!
¿Pero por qué parar ahí? Pintemos las casas de los solitarios del color del
amor, las cárceles con el del arrepentimiento, los congresos que sean color
honestidad… ¡Pintemos toda África del color de la comida! ¡Y ventanas, grandes
ventanas por todas partes! ¡Qué no falten las putas ventanas!”
La frustración que
siempre acompaña a quien se ve obligado a hacer algo que detesta dominaba por
completo el débil alma de Héctor, cuyas cicatrices no podían cubrirse con
ningún pañuelo. Todo le resultaba irritante: La enorme sala verde, el círculo
de sillas que parecía sacado de un drama americano de segunda categoría, la
suficiencia que percibía en la mirada del psicólogo… Pero por encima de todo
aquello, lo que realmente se le hacía insoportable era la voz de sus compañeros
de terapia: Esas vocecillas lastimeras, que alternaban dolor e ilusión como
quien mezcla whisky con cola. Los despreciaba a todos y cada uno de ellos, no
había un solo átomo de su cuerpo que no sintiera repulsión hacia el más
insignificante de los patéticos gestos que repetían una y otra vez, acompañados
siempre de las mismas expresiones, tan repetidas como carentes de contenido. Y
de entre todos ellos, al que más despreciaba era a sí mismo.
Llevaba ya más de una
hora en la sesión a la que una resolución judicial le había obligado a acudir,
la primera de una docena. Desde el primer minuto había dedicado sus escasas
fuerzas a revolcarse entre el odio que inundaba todo su ser, odio del que
reconocía ser el único objetivo, pero que cobardemente calmaba reflejándolo
sobre todo aquello que le rodeaba. Por primera vez en toda la tarde, el
silencio dominó la sala, e instintivamente, Héctor alzó la cabeza para
encontrar todas las miradas puestas en él.
-¿Qué
ocurre? -dijo, poniéndose recto sobre su silla, en actitud desconfiada.
-Es tu turno -El psicólogo hablaba de forma pausada y serena, como quien se dirige a un niño. -Por ser tu primer día, te hemos dejado para el final; pero ahora debes contarnos por qué estás aquí, para que todos conozcamos tu historia.
-¿En serio? -dijo Héctor, levantándose de su asiento.
Miró a todos con una sonrisa a medio camino entre el sarcasmo y el odio, y continuó
hablando mientras se marchaba de la sala.- Si estoy aquí, es
precisamente porque a nadie le importó nunca mi historia.
Me recuerda a una parte de Trainspotting (el libro).
ResponderEliminarVi la película hace muchos años, pero el libro aun no cayó en mis manos. Me lo tendré que apuntar :)
EliminarEstupendo relato, se queda una con ganas de saber más acerca del prota. Tengo la sensción de que hará algo drástico y sorprendente apenas le perdamos de vista...
ResponderEliminarUn saludo.